LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

jueves, 31 de diciembre de 2020

EL CORNETA QUE SE NEGÓ A MORIR (…UN HOMENAJE A "EL GUATEQUE" DE BLAKE EDWARDS)

La celebración de fiestas es una constante que vertebra la filmografía de Blake Edwards a la manera de una espina dorsal risueña, una corriente de felicidad cinematográfica que fluye, sin perder un ápice de su joie de vivre, desde el concurrido apartamento neoyorquino de Holly Golightly en Desayuno con diamantes hasta la localidad siciliana que celebra con desenfreno mediterráneo el  desembarco aliado en ¿Qué hiciste en la guerra, papi?, pasando por el ágape de saloon al más puro estilo Far West que los habitantes del villorrio de Borracho ofrecen al Gran Leslie (Tony Curtis) y sus acompañantes (la reportera feminista Maggie Dubois-Natalie Wood y el fiel asistente de Curtis, Hezekiah, al que encarna Keenan Wynn) en La carrera del siglo. En el título que acapara estas líneas, producido en 1968 por el habitual Ken Wales para The Mirisch Corporation, la fiesta constituye el hilo argumental y el vehículo en torno al cual se desarrollan algunos de los acontecimientos más divertidos de la Historia del Cine, todo ello subrayado a la perfección por los sedosos compases de la música de Henry Mancini, pilar básico de la película, quien compone una espectacular banda sonora integrada por 12 temas e interpretada por artistas de la talla de Shelly Manne, Jimmie Rowles o Bill Plummer.

 




 

Tras su fructífera colaboración en las dos primeras entregas de la saga de La pantera rosa, parece ser que ni Edwards ni Sellers estaban deseando volver a trabajar juntos (lo que ciertamente no deja de extrañar a quienes hemos disfrutado como niños viendo las chispas de celuloide de alto voltaje que producían sus talentos combinados). Afortunadamente, y acuciados por la necesidad de afianzar un nuevo éxito de taquilla, ambos olvidaron momentáneamente sus diferencias para crear esta brillante sucesión de slapstick en la que Richard Henry Sellers, nombre completo del inolvidable actor de Southsea, Hampshire, contó con abundante libertad de improvisación por parte del director. El guateque (The Party) es visiblemente deudora de la comicidad de Jacques Tati, que había rodado su espléndida Playtime un año antes, si bien a Edwards no le interesa tanto denunciar las estructuras de incomunicación que asfixiaban al ser humano en la segunda mitad del siglo XX, sino más bien retratar con su estilo inimitablemente cool la hipocresía que rodeaba la industria cinematográfica (contra la que volvería a arremeter posteriormente en S.O.B. (1981), esta vez con el protagonismo crepuscular de William Holden, mientras nos lleva de carcajada en carcajada de la mano de un trasunto del inspector Clouseau que hace gala de un acento todavía más chirriante que aquel.





Uno de los escasos diálogos de esta extraordinaria comedia, que contó con un guión exiguo de apenas 68 páginas durante su filmación, afirma que “En India no creemos que somos. Sabemos lo que somos”. Tanto Edwards como Peter Sellers sabían perfectamente lo que eran y el tipo de película que podía resultar de su unión creativa. Sólo alguien como Blake Edwards podía convertir una lujosa residencia de Beverly Hills o Bel Air en una gigantesca piscina jabonosa donde los músicos contratados para la ocasión siguen tocando sus acordes de sofisticado jazz a pesar de quedar casi totalmente cubiertos por la espuma. Y es que, para el director oriundo de Oklahoma, son precisamente los retoños del dueño de la mansión en la que sitúa su historia (el bigotudo coronel Clutterbuck, interpretado con genial understatement por J. Edward McKinley), jóvenes de la Nueva Era que preconizaba ese año 68, quienes propician la purificación de la villa donde se dan cita sus invitados. El artífice de este baño con espuma pacifista no es otro que el inefable Hrundi V. Bashi, agraviado por la ofensa que constituye para su cultura el que un elefante sea pintarrajeado, por muy loables que sean los lemas que luzca en su lomo. Ni corto ni perezoso, enfundado en un pijama de color butano y con la ayuda de una aspirante a actriz vestida con la ropa de un niño, este actor indio en paro, atraído magnéticamente hacia los prohibidos mandos de iluminación y sistemas de control de la vivienda, transformará el suntuoso hábitat hollywoodiense en una piscina omnipresente a la que irán cayendo, sucesivamente, todos los asistentes al guateque, incluida la delegación de músicos rusos (tal vez un divertido guiño a la Guerra Fría por parte de Edwards). Tal como rezaba uno de los lemas publicitarios de la película, “Si usted ha asistido a una fiesta más desmelenada que ésta, queda arrestado”.

 



 

El film de Edwards está plagado de momentos impregnados de un hilarante desmelenamiento a los que es difícil sustraerse, gran parte de ellos propiciados por el desbordante virtuosismo de Peter Sellers, el hombre de las mil caras: el zapato de Bakshi flotando en la piscina; el asiento ridículo que se le asigna durante la cena; el pollo que va a parar al postizo de la actriz; el camarero que se tambalea con la bandeja de un lado para otro (prodigiosa composición mímica de Steve Franken) mientras apura progresivamente las copas que rehúsan los comensales; las cómicas escenas de antagonismo entre el jefe de cocina y el camarero que se vislumbran en la cocina, al entreabrirse las puertas batientes; las posturas imposibles que adopta el bueno de Hrundi para contener su urgencia fisiológica ante los interminables acordes de la canción Nothing To Lose que entona la simpática starlet francesa Michelle (Claudine Longet) o la pistola espacial de sonido descacharrante con la que nuestro héroe desbarata el bisoñé del director de la película que ha echado a perder antes de acudir al evento (interpretado por el futuro capitán Stubing de la serie Vacaciones en el mar, Gavin McLeod, quien ya había destacado anteriormente como el marinero tatuado de Operación Pacífico, excelente comedia militar rodada casi una década antes por Edwards), así como sus libidinosos planes.  


Al final, el pretendido gafe, ese ser marginal no tanto por el color de su piel sino por sus continuos tropiezos con la rigidez almidonada de quienes le han invitado a gozar de sus privilegios, ese paria de guateque a quien el rechazo visceral de casi todos los invitados no consigue apagar el brillo de su bondadosa sonrisa, pasará a ser el alma de la fiesta y a conquistar las simpatías unánimes del público que aplaude abiertamente sus meteduras de pata, logro que obtendrá tras subvertir el orden establecido volviendo del revés la mansión del productor que le ha añadido a su black list particular, firmando con ello la orden de derribo de su propia casa. El corneta miope que se negó a sucumbir en los estertores de la Gran Bretaña colonial, dinamitando por accidente el fuerte construido en exteriores para la funesta película El hijo de Gunga Din, ha alcanzado el mayor protagonismo de su carrera sin necesidad de aprenderse el guion. Nos alegramos mucho por ti, Hrundi V. Bakshi, y prometemos aprender a chapurrear hindustaní en el próximo guateque al que estés invitado, siempre y cuando no te acerques demasiado a la piscina…





miércoles, 30 de septiembre de 2020

POÉTICA SIMBOLISTA DE LA ELEVACIÓN

 

Toda visión del mundo es una mera cuestión de interpretación lingüística. Por ejemplo, si un estadista se apropia de la palabra “confín”, seguramente la desvirtuará hasta convertirla en instrumento coercitivo, en herramienta aberrante de restricción de libertades. Sin embargo, démosle a un poeta la palabra “confín” y nos compondrá con ella versos universales en los que hallaremos ilimitada libertad. Charles Baudelaire hace lo propio en su poema “El viaje”, donde dice:

 

Y nos marchamos siguiendo el ritmo de las olas, meciendo nuestro infinito sobre el confín de los mares”.

 

Pero además de equiparar el vocablo “confín” a sensaciones de infinito, el gran autor del Simbolismo francés nos regaló otro maravilloso poema, “Elevation”, que nos insta precisamente a “elevarnos” sobre las miserias de la existencia. Leído hoy, es como si Baudelaire lo hubiera escrito pensando en estos nada poéticos tiempos donde los antifaces no forman parte de ningún glamuroso baile de máscaras y en los que el sentido del humor ha sido reemplazado por la desconfianza más cerril. Se lo dedico a quienes, al igual que yo, cada día amanecemos más simbolistas y menos conectados a la desfigurada realidad oficial…



 


Elevación (Élévation)

Charles Baudelaire

 

Por encima de los estanques, por encima de los valles,

Sobre montañas y bosques, sobre nubes y mares,

más allá del sol, más allá de los éteres,

más allá de los confines de estrelladas esferas.

 

Te desplazas, espíritu mío, con agilidad

y como hábil nadador que desfallece en las olas,

alegremente surcas la profunda inmensidad

con voluptuosidad indescriptible y masculina.

 

 

Aléjate de estos mórbidos miasmas,

sube a purificarte al aire superior

y bebe, como puro y divino licor,

la luz clara que rellena los límpidos espacios.

 

Detrás del tedio y de la enorme tristeza

que abruman con su peso la brumosa existencia,

¡Afortunado aquel que puede con vigoroso aleteo

lanzarse hacia los campos luminosos y serenos!

 

Aquel cuyos pensamientos, como si fueran alondras,

hacia el cielo matutino emprenden libre vuelo,

¡quien planea sobre la vida y comprende sin esfuerzo

el lenguaje de las flores y de las cosas mudas!

 

Autor: Charles Baudelaire

Versión en español: ©Ricardo José Gómez Tovar

sábado, 12 de septiembre de 2020

UN CABALLERO DE BOSTON

 

Dicen que, con el tiempo, se puede superar cualquier cosa. No creo que esto sea posible, pero si a uno le conceden tiempo suficiente, puedes recolocar esas cosas donde pertenecen.”

 

El escritor norteamericano John Philips Marquand (1893-1960), galardonado con el premio Pulitzer en 1938, fue uno de los narradores más populares de su época, lo que motivó que algunas de sus obras se trasladaran a la gran pantalla con admirables resultados. Este es el caso de Cenizas de amor y El mundo de George Apley, dos títulos ambientados en la Nueva Inglaterra natal de su autor y dotados de una descripción entre crítica y nostálgica de la alta burguesía bostoniana.

 


Harry Moulton Pulham es el personaje central de Cenizas de amor (H.M. Pulham, Esq.), película rodada en 1941 por King Vidor para la MGM, en la que toma prestados los rasgos flemáticos y risueños de Robert Young, galán de moda por aquellos años. Estamos ante un film que ahonda mediante agradables imágenes (fotografiadas por Ray June en “glorioso blanco y negro”) en la psique de su personaje protagonista, un caballero de Boston, heredero de una familia de rancio abolengo, que se ve enfrentado a la nada despreciable tarea de redactar una pequeña biografía para una reunión de antiguos alumnos de Harvard. ¿Cómo encabezar el texto? ¿Quién es realmente H.M. Pulham? ¿Ha encontrado la felicidad en estos años? ¿Ha vivido la vida que realmente deseaba vivir?

 

Como es de rigor en casos similares, se produce un salto atrás en el tiempo y la veterana cámara vidoriana, que aquí muestra una predilección por los planos simbólicos de relojes, se aventura a dibujar el retrato de la personalidad más profunda del Sr. Pulham. Así averiguamos que este bostoniano respetable, padre de familia y empresario ejemplar, no siempre llevó una existencia tan metódica, repartida entre sus horas de oficina y esos momentos de asueto que consisten en pasear a su perro Bitsey y dar de comer un puñado de nueces a las ardillas del parque. Hubo un tiempo en que Harry, recién desmovilizado de la I Guerra Mundial, quiso conocer algo más del mundo que le rodeaba y abandonar temporalmente el asfixiante espacio familiar al que sabía que estaba abocado tarde o temprano.

La invitación de su buen amigo Bill King (encarnado con su acostumbrada solvencia por un joven Van Heflin) para entrar a formar parte de una empresa publicitaria de Nueva York será la piedra de toque que active ese intento de desapego de los ancestros bostonianos. En el cosmopolita ambiente neoyorquino, lejos del corsé atávico de su lugar natal, Harry se enamorará de una compañera de trabajo, la redactora Marvyn Miles (interpretada por la bella actriz austriaca Hedi Lamarr), quien le fascina por su carácter independiente y su inteligencia, a pesar de no responder exactamente a su tipo ideal de mujer. Marvyn parece compartir este sentimiento, aunque es consciente de la abismal diferencia que existe entre los mundos de los cuales ambos proceden. Lo que más le atrae de Harry es precisamente su naturalidad:

 

Cuando te vi por primera vez en la oficina, no sabía si eras tonto o listo. Ahora sé que eres algo que nunca había conocido: tú mismo”.   

 



Y es que el protagonista de este singular melodrama romántico solo ambiciona ser “una persona normal y corriente”, un graduado de Harvard que no destaca por ninguna habilidad especial, que tiende a preocuparse algo más de la cuenta por el curso de los acontecimientos, un privilegiado cuya acomodada posición familiar no le ha convertido en arrogante ni orgulloso. Pero el influjo del entorno tradicional que ha visto crecer a Harry Pulham no jugará a su favor en su relación con Marvyn. La brillante redactora publicitaria se ahoga bajo el peso de las convenciones de Westwood, el hogar familiar de los Pulham, y regresará a la contaminada Nueva York en busca de aire puro. Con la muerte del padre de Harry (al que da vida el genial Charles Coburn), se ensanchan las distancias entre los enamorados, al verse obligado éste a asumir el control de la empresa familiar de inversiones. Mientras tanto, Kay Motford (Ruth Hussey), una chica de su misma posición, amiga de la familia desde la infancia, va haciéndose hueco en el dolido corazón de Harry…

  

El flashback termina al son de los acordes de Bronislau Kaper, y King Vidor nos devuelve a la actualidad. Harry ha conseguido redactar esos datos que recopilan toda una vida. Sin embargo, hay algo que le preocupa. Una voz del pasado, la de una mujer llamada Mrs. Ransome, rasgando el velo protector de la memoria, ha irrumpido en el presente a través del teléfono de su oficina. Marvyn Miles está en la ciudad y desearía verle. La mujer de Harry, Kay, ha contraído demasiados compromisos sociales como para poder acompañar a su marido en el viaje que éste lleva solicitándole desde hace días, una excursión hacia la intimidad perdida entre dos esposos, hacia la amnistía transitoria de las responsabilidades familiares. Harry, una vez más, se ve desbordado por la realidad. ¿Habrá algo en el Hotel Hadley, donde se aloja su ex amada, que pueda dar mayor sentido a su vida?





Pero Cenizas de amor no es una historia de amores adúlteros, sino un film que sondea con mano tersa la personalidad de sus personajes a la búsqueda de pruebas genuinas de su felicidad. Y Harry, mostrando una lucidez que solo parecía estar aletargada bajo su capa de sopor cotidiano, comprende el significado de las palabras que le dedica Marvyn, la mujer a la que amó en días ya remotos y a la que es probable que siga queriendo aún:

 

Cariño, no podemos volver atrás. No habría funcionado.

 

No, el pasado no puede repetirse, subraya la prosa poética fílmica de Vidor, pero a veces ayuda a valorar más justamente el presente, por muy desapasionado que éste parezca. Y en su apacible normalidad, desenmascarada la inconsistencia de esas cenizas de amor, Harry, el caballero de Boston, descubre que es un hombre dichoso y que la vida que ha vivido, y que seguirá viviendo junto a Kay, es la más perfecta posible para alguien como él.     

lunes, 31 de agosto de 2020

El enamorado habla de la rosa que hay en su corazón (The Lover Tells of the Rose in his Heart)

Autor del poema: William Butler Yeats

Traducción © al español: Ricardo José Gómez Tovar

 




All things uncomely and broken, all things worn out and old,
The cry of a child by the roadway, the creak of a lumbering cart,
The heavy steps of the ploughman, splashing the wintry mould,
Are wronging your image that blossoms a rose in the deeps of my heart.

Todas las cosas desgarbadas y rotas, todas las cosas gastadas y viejas,
el llanto de un niño junto al camino, el crujido de una carreta cargada,
los pesados pasos del labrador al salpicar el moho invernal,
están dañando tu imagen que hace brotar una rosa en el fondo de mi corazón.

The wrong of unshapely things is a wrong too great to be told;
I hunger to build them anew and sit on a green knoll apart,
With the earth and the sky and the water, re-made, like a casket of gold
For my dreams of your image that blossoms a rose in the deeps of my heart.

El mal de las cosas desgarbadas es un mal demasiado grande para ser contado;
Añoro crearlas de nuevo y sentarme apartado sobre una verde loma,
con la tierra y el cielo y el agua, creados nuevamente, como un cofrecito de oro
para mis sueños de tu imagen que hace brotar una rosa en el fondo de mi corazón.

 


domingo, 16 de agosto de 2020

La caballería en color según John Ford

La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon, 1949) es el segundo título que compone la Trilogía de la Caballería del genial John Ford y el único filmado en color. Este magnífico western está ambientado en los días siguientes a la desastrosa batalla de Little Big Horn y nos presenta a un John Wayne convenientemente envejecido para su papel: el del capitán Nathan Brittles, un veterano oficial de caballería a quien tan solo le quedan seis días para jubilarse. Pero su última de semana en el cargo no le resultará nada fácil, ya que Brittles debe enfrentarse a dos serios problemas: atajar las incursiones protagonizadas por grupos de indios en pie de guerra tras la aplastante victoria de Toro Sentado sobre el general Custer e impedir que sus dos primeros oficiales, los tenientes Cohill (John Agar) y Pennell (Harry Carey Jr.), se peleen por conseguir que la guapa sobrina del comandante del fuerte, la coqueta Olivia Dandridge (Joanne Dru), luzca una cinta amarilla en el pelo como señal de compromiso con alguno de ellos.



El espectacular uso del Technicolor a cargo del operador Winton C. Hoch le valió el óscar a la Mejor Fotografía, galardón especialmente merecido por la escena en que la comitiva de carros atraviesa el inmenso paisaje de Monument Valley en mitad de una amenazadora tormenta eléctrica, mientras se lleva a cabo la operación de un soldado herido. “She Wore a Yellow Ribbon”, basada en los relatos War Party y The Big Hunt, de James Warner Bellah, publicados en la revista The Saturday Evening Post, es una obra maestra del cine que acusa, con su ritmo apacible y melancólico, la influencia del pintor Frederic Remington en la estética del western fordiano. Los tonos anaranjados y rojizos de la puesta de sol, que no se habían visto en un western desde el estreno de la inolvidable “Duelo al sol”, cuatro años antes, combinan perfectamente con el color de la tierra arcillosa donde se alza el fuerte de caballería. El director ya había experimentado anteriormente con el color en Corazones indomables (Drums along the Mohawk), en 1939, con excelentes resultados artísticos.

 

A sus cuarenta y dos años, John Wayne compone un militar a punto de jubilarse antológico, que oscila entre la nostalgia en las conversaciones que mantiene con su difunta esposa en el cementerio del fuerte, la contundencia con que mantiene firmes a sus subordinados más jóvenes, la camaradería socarrona hacia el sargento Quincannon (encarnado por el impagable Victor McLaglen, en una de sus acostumbradas interpretaciones de soldado irlandés borrachín, que aporta el toque humorístico de la película) y su trato paternalista de la joven Olivia, que le recuerda a su esposa. Aunque una de las frases que más repite a lo largo del film es “No se disculpe. Es signo de debilidad”, su personaje rezuma una humanidad de fondo que solo John Wayne era capaz de expresar.

 

La película, producida por Argosy Pictures y escrita para la pantalla por el guionista Frank S. Nugent, contaba con memorables actuaciones de otros intérpretes habituales en la cinematografía de John Ford, como es el caso de Mildred Natwick, en el papel de Abbey, la mujer del comandante; Ben Johnson, como el sargento Tyree; y Arthur Shields en el papel del médico irlandés del destacamento. Todos ellos se encargaron de dar vida a una galería de personajes que siguen resultando inolvidables para cualquier aficionado al cine. Como confiesa el personaje de Robert Redford en Habana, de Sidney Pollack: “Me encantan las películas del oeste. No sé qué tienen que ver con nada, pero me gustan”. Desde este blog suscribimos enteramente sus palabras, sobre todo cuando nos hallamos ante un western de la magnitud de La legión invencible.

 

sábado, 8 de agosto de 2020

Llevo tu corazón conmigo (i carry your heart with me(i carry it in my heart)

 

Se llamaba Edward Estlin Cummings, aunque para la posteridad será siempre conocido como E. E. Cummings (1894-1962). Le gustaba utilizar una puntuación muy sui generis, con abundancia de minúsculas, en la que experimentaba gráficamente con la poesía, como los surrealistas y creacionistas habían hecho años atrás. Pero, por encima de sus experimentos estilísticos, Cummings fue un poeta provocador que trató temas profundos y al que no le faltó tampoco el espíritu romántico de los grandes líricos. Este precioso poema, publicado en 1952, así lo demuestra.

 

 

Llevo tu corazón conmigo (lo llevo dentro de mi corazón)

nunca estoy sin él (dondequiera que yo voy, tú también vas, amor mío); y todo lo que hago por mí mismo es obra tuya, amada mía.

No temo al destino (pues tú eres mi destino, dulce amor)

no deseo ningún mundo (pues tú eres mi mundo, preciosa, mi verdad)

y tú eres todo lo que una luna siempre ha querido ser y todo lo que un sol cantará siempre.

He aquí el más profundo secreto que nadie conoce (he aquí la raíz de la raíz y el brote del brote y el cielo del cielo de un árbol llamado vida; que crece más alto de lo que el alma puede esperar o la mente puede ocultar) y éste es el prodigio que mantiene las estrellas separadas.

Llevo tu corazón (lo llevo en mi corazón)

 

 

 

i carry your heart with me(i carry it in

my heart)i am never without it(anywhere

i go you go,my dear;and whatever is done

by only me is your doing,my darling)

                                                      i fear

no fate(for you are my fate,my sweet)i want

no world(for beautiful you are my world,my true)

and it’s you are whatever a moon has always meant

and whatever a sun will always sing is you

 

here is the deepest secret nobody knows

(here is the root of the root and the bud of the bud

and the sky of the sky of a tree called life;which grows

higher than soul can hope or mind can hide)

and this is the wonder that's keeping the stars apart

 

i carry your heart(i carry it in my heart)

 


Autor del poema: E.E. Cummings

Extraído de la obra: Complete Poems: 1904-1962

© Versión en español de Ricardo José Gómez Tovar

 

jueves, 30 de julio de 2020

Se apaga una luz clásica en Hollywood

La magnífica Olivia de Havilland (1916-2020), que en gloria cinematográfica esté, fue protagonista de numerosos clásicos del Hollywood dorado. Hermana de la también excelsa Joan Fontaine, pareja fílmica inseparable del legendario Errol Flynn y especialmente dotada para los registros más dramáticos, lo que no quiere decir que no brillase en comedias como “Es amor lo que busco (It's Love I'm After, 1937)” o “La hija del embajador (The Ambassador’s Daughter, 1956)”, Olivia nos ha dejado a una edad absolutamente prodigiosa en busca de aires más sanos que los que se respiran últimamente en este atribulado planeta. No te lo reprochamos, querida Olivia, porque estamos seguros de que añorabas intensamente el Hollywood que te dio a conocer en las pantallas de todo el mundo. Y es que el inmortal celuloide que la actriz ayudó a crear con sus memorables interpretaciones ya es cosa del pasado y nunca más se repetirá. Por parafrasear el título de una de sus películas más célebres, esa forma de hacer cine con anhelos de posteridad directamente “se fue con el viento”. Esperemos que Olivia también se marchara así, arrastrada suavemente hacia el Olimpo del Star System por una ráfaga de viento de atrezzo.

 

Además de ser la sufrida Melania de “Lo que el viento se llevó”, la amargada Catherine Sloper de “La heredera” o la dulce Lady Marian de “Robin de los Bosques”, títulos que le dieron un merecido prestigio, Olivia también encarnó papeles muy interesantes en su madurez. Uno de los más recordados fue en “Luz en la ciudad (Light in the Piazza, 1962), preciosa película dirigida por Guy Green donde interpretaba a la señora Johnson, una norteamericana acaudalada que, durante un viaje a Florencia, ve con preocupación cómo su hija Clara (Yvette Mimieux) vive un inocente romance con un joven italiano de buena posición, Fabrizio Naccarelli (George Hamilton).

¿Qué puede haber de malo en semejante relación, hallándose los dos en la hermosa ciudad renacentista y con el dulce verano como estímulo de los enamorados? La respuesta es que Clara, aunque de apariencia perfectamente normal, sufre un retraso mental como consecuencia de un accidente de equitación ocurrido años antes. Su mente de niña no ve nada censurable en el modo gentil y amable en que el apuesto Fabrizio se dedica a cortejarla, siguiendo a ambas damas por las calles florentinas y sobornando al portero de su hotel para que le informe de los restaurantes donde comen diariamente.

 


La actriz compone un papel emocionante como la entregada madre que intenta dar la oportunidad a su hija de conocer otro tipo de felicidad antes de ceder a los drásticos planes de su marido Noel (Barry Sullivan), un industrial de corazón frío que pretende internar a Clara en una institución mental, como si no hubiese otro destino más afortunado para la joven. Basada en la excelente novela homónima de Elizabeth Spencer, “Light in the Piazza” es una historia para todas las estaciones que contó, además, con el protagonismo de Rossano Brazzi, imprescindible en este tipo de producciones de ambiente italiano. Siempre recordaremos a la Olivia de Havilland de los años 60 como Meg Johnson, la maravillosa madre que, tal como afirma su personaje en la escena final, está segura de “haber hecho lo correcto” para que su hija no renuncie a la posibilidad de ser feliz con otro ser humano.     





miércoles, 24 de junio de 2020

EL IRRESISTIBLE ENCANTO DE UN DESAYUNO EN TIFFANY’S

Él se llama Paul Varjak, pero ella prefiere llamarle Fred porque le recuerda a su hermano. A ella también le dieron otro nombre al nacer, pero prefiere llamarse Holly Golightly, que suena más sofisticado. Él es George Peppard, futuro coronel Hannibal Smith de “El Equipo A”, y ella, la inolvidable Audrey Hepburn. Ambos protagonizan una de las películas más famosas y encantadoras de la historia del cine: “Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, 1961)” a las órdenes del maestro de la comedia Blake Edwards.



El guion escrito por el propio Edwards en colaboración con George Axelrod adapta libremente la novela corta de Truman Capote y consigue mejorar el espléndido original al destilar una fórmula irresistible de comedia romántica. Peppard encarna al joven escritor mantenido por una diseñadora (Patricia Neal) que traba amistad con su alocada, pero deliciosa vecina de apartamento: una joven que duerme con antifaz, fuma cigarros con boquilla y tiene un felino al que llama simplemente “Gato”.



Ambos personajes se sienten poderosamente atraídos el uno hacia el otro, roban caretas de perro y gato en una tienda, buscan el libro de Paul en una biblioteca pública y visitan la prestigiosa joyería Tiffany’s para encargar que les graben una inscripción en el anillo que les ha salido en una bolsa de snacks. Todas estas vivencias les hacen descubrir que no solo se lo pasan realmente bien juntos, sino que ambos están hechos el uno para el otro, pero una serie de interrupciones argumentales pospondrán el ansiado romance entre la pareja hasta el final de la cinta. Holly es un ser salvaje que se niega a que la encarcelen en una jaula afectiva. No quiere pertenecer a nadie ni que nadie le pertenezca. Sin embargo, sus patéticos escarceos con un acaudalado diplomático brasileño (al que interpreta el español José Luis de Vilallonga) se saldan con un balance todavía más vacío que el que le producen las estruendosas fiestas con las que escandaliza a su vecino y casero japonés Yunioshi (un irreconocible Mickey Rooney) o las visitas al penal de Sing Sing para dar un curioso pronóstico del tiempo al mafioso Sally Tomato.

Por el contrario, en opinión de Paul, el escritor de relatos que tanto se parece a su hermano: “Las personas se enamoran. Las personas se pertenecen unas a las otras porque esa es la única oportunidad de alcanzar la auténtica felicidad”. Pero Desayuno con diamantes es también la mítica y oscarizada banda sonora de Henry Mancini, los exteriores neoyorquinos, una de las fiestas más divertidas que se ha visto en la gran pantalla y la maravillosa canción “Moon River”, compuesta por Mancini y Johnny Mercer, a la que Audrey da cuerpo y alma desde la ventana de su apartamento. Hay experiencias que nunca decepcionan, a pesar de que el mundo ya no sea el mismo de aquel Hollywood eterno que la Paramount nos ofreció en formato Vistavision, y una de ellas es ver esta joya del Séptimo Arte por la que no pasan los años. 




sábado, 13 de junio de 2020

EL HOMBRE QUE SE AMOTINÓ CONTRA HUMPHREY BOGART


En el Hollywood clásico habitaron dos actores llamados Van que comenzaron su carrera y alcanzaron posteriormente el estrellato en los estudios de la Metro Goldwyn Mayer durante la década de los 40. Uno de ellos fue Van Heflin, aquel hombre modesto, de físico algo rudo y poco agraciado, que dio lo mejor de sí mismo en westerns tan conocidos como El tren de las 3:10 o Raíces profundas. El otro fue Van Johnson, actor recordado por su sempiterna expresión risueña y su campechanía.



Charles Van Dell Johnson (1916-2008) adquirió fama rápidamente debido a su prestancia y a la saludable imagen que proyectaba en pantalla del boy next door, el joven norteamericano típico. Su ascendencia sueca explica el cabello rojizo y la complexión pecosa característicos que tanto furor hicieron entre las adolescentes de la época, y que le granjearon el apodo de The Voiceless Sinatra. Como ídolo de las bobby soxers, Johnson llenó el vacío que dejaron galanes como Robert Taylor y Clark Gable cuando se incorporaron a filas durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, un accidente automovilístico ocurrido mientras se dirigía al estreno de la película La llama sagrada, en 1943, dejaría a Van con una placa metálica en la frente y la incapacitación para alistarse en el ejército. Todo sucedió cuando Johnson todavía se encontraba rodando Dos en el cielo (A guy named Joe), primera versión de la historia romántico-fantástica popularizada por Steven Spielberg en Always, décadas después. Curiosamente, en este film, el personaje de Spencer Tracy, un piloto que muere en el transcurso de una misión y debe ejercer de ángel de la guarda de Johnson, adquiere emotivas concomitancias con la realidad. De hecho, Van pudo terminar la película gracias a la insistencia de Tracy en que la filmación se detuviera hasta que Johnson se recobrara de su convalecencia, gesto que el joven actor nunca olvidaría.
A partir de entonces, la carrera de Van se mantuvo imparable hasta mediados de los 50. El hombre que no pudo ir a la guerra sirvió estoicamente en todos los cuerpos militares estadounidenses, eso sí, siempre bajo el estandarte de la MGM. Treinta segundos sobre Tokio, Sublime decisión, La comedia humana, Todos a una, Fuego en la nieve o Escuadrilla heroica fueron algunos de los títulos que le vieron combatir contra el enemigo alemán o japonés, según lo exigiera el guion. Pero el ídolo de las matinees también vivió hermosos romances vestido de uniforme, como demuestran High Barbaree (1946) y Milagro bajo la lluvia (1956). En la primera, que adaptaba la novela homónima de Charles Nordhoff, autor de la celebérrima Rebelión a bordo, compartía protagonismo con la radiante June Allyson (actriz con quien coincidiría en otras películas, formando la pareja next door más popular de la postguerra) y era un piloto naufragado en mitad del océano que sobrevive recordando la isla soñada de High Barbaree, el lugar mítico del que su tío marino (interpretado por el genial Thomas Mitchell) le hablaba desde que era niño. Por su parte, Milagro bajo la lluvia retomaba la imagen de simpático soldado campechano que Johnson había cultivado más de una década atrás para enriquecerla con toques de romanticismo mágico. Su partenaire fue esta vez la especialista en melodramas Jane Wyman y el film incluyó numerosas escenas al aire libre rodadas en pleno Central Park. 



No obstante, las dotes artísticas de Van Johnson no se limitaron al campo militar hollywoodiense. Como bien reconocía, la MGM fue su alma mater y le dio oportunidad de ampliar su espectro de personajes en géneros como el musical, el drama, la comedia o el cine negro, siempre que no se alejaran demasiado del prototipo que el público se había formado de él. Así, Van terminó su contrato con la Metro por todo lo alto con dos producciones en technicolor que figurarían entre lo más selecto de su filmografía, La última vez que vi París y Brigadoon, ambas de 1954. En la primera, encarnó al escritor hedonista Charlie Wills, que se enamora de Elizabeth Taylor el día de la liberación de París en la adaptación del relato de Scott Fitzgerald Babylon Revisited, a las órdenes de Richard Brooks. Lirismo y nostalgia impregnan las imágenes de esta película con la que Van se estrenó como escritor en la ficción.


Para Brigadoon, uno de los mejores musicales de la historia del cine, Johnson sacó lustre a sus habilidades como bailarín y le dio la réplica al gran Gene Kelly en una inolvidable película que situaba a ambos en un pueblecito escocés que sólo despierta una vez cada 100 años de su misterioso letargo. El divertido personaje de Van prefería el ambiente mundano de Manhattan a la quietud del extraño lugar donde el tiempo parece haberse detenido. Este maravilloso musical donde resuenan los ecos de Shangri-La fue uno de los hitos del cinemascope de 1954 y contó además con la dirección de Vincente Minnelli y la presencia de la simpar Cyd Charisse. Aquella no fue su única aportación a un género donde se movía como pez en el agua, pues anteriormente había intervenido en títulos como En aquel viejo verano, junto a Judy Garland, o Serenata en el Valle del Sol. Ese mismo año, Johnson remataría su triplete de obras maestras apareciendo en la legendaria El motín del Caine, ya para Columbia Pictures, donde encarnaría con una seriedad inédita en su registro al segundo de a bordo Maryk, que se ve obligado a relevar a su neurótico capitán de barco (Humphrey Bogart) en uno de los motines más famosos del Séptimo Arte. Para entonces, había quedado ya definido el estilo interpretativo de Johnson, una combinación de naturalidad, honradez y afabilidad corroborada por las declaraciones de sus parejas cinematográficas, como la célebre Esther Williams, con quien rodó un quinteto de coloridos musicales.  



La ausencia de divismo de Van tal vez procediera de su personalidad más profunda y le ayudó a crear complejas caracterizaciones en dos de sus mejores películas, Vivir un gran amor y A 23 pasos de Baker Street, ambas producidas fuera del territorio familiar de la Metro. La primera adaptaba la novela de Graham Greene The End of the Affair y presentaba a Johnson como el escritor que protagoniza un atormentado romance con una mujer casada (Deborah Kerr) durante el blitz londinense. También en la capital británica sucedía la acción de A 23 pasos de Baker Street (1956), un film de suspense donde Van encarnaba magistralmente a un escritor ciego empeñado en resolver un caso policiaco tras escuchar cierta conversación en un pub. A pesar de su declive a finales de los años 60, Van Johnson no dejó nunca de trabajar en el mundo del espectáculo. Sus veinte años de estancia en la MGM le prepararon para afrontar los retos del celuloide más exigente y le hicieron sentirse parte de una familia que tal vez le faltó en la vida real. En cualquier caso, la carrera de este gran actor nacido en el diminuto estado de Rhode Island, aunque visitante de lugares imaginarios como el brumoso Brigadoon o la costa de High Barbaree, reafirma la eficacia del star system que le vio nacer.

viernes, 10 de abril de 2020

El amor por la libertad: Howard Fast y “Espartaco”



En 1951, el escritor norteamericano Howard Fast (Nueva York, 1914) publicó mediante suscripción popular “Espartaco” (Spartacus), una novela histórica que había sido rechazada sistemáticamente por varias editoriales, entre otras razones debido a la afiliación del autor con el comunismo y a sus discrepancias con el Comité de Actividades Antiamericanas liderado por el siniestro senador McCarthy. Nueve años después, al ser adaptada a la gran pantalla por el director británico Stanley Kubrick con guion de otro represaliado por la Caza de Brujas de Hollywood, Dalton Trumbo, “Espartaco” obtendría la popularidad y el reconocimiento que se le habían negado en su momento, siendo traducida a 82 idiomas y vendiendo millones de ejemplares.






La novela posee una estructura diferente a la de la película, ya que en ella el personaje de Espartaco, el legendario esclavo que lideró la rebelión de los gladiadores contra el poderío romano en el año 71 a.C., no asume el protagonismo absoluto, como sí ocurre en el film protagonizado por el recientemente desaparecido Kirk Douglas, sino que su personalidad se va dibujando a través de los recuerdos e impresiones de quienes le conocieron. Sin embargo, el hilo conductor de la historia, que no es otro que la defensa de la libertad ante la tiranía, mantiene su vigencia en su paso al celuloide y se ve reforzado por otro de los temas centrales de la novela: el amor imperecedero entre el valiente esclavo tracio y su esposa Varinia.








La dedicatoria del libro de Howard Fast constituye, por sí sola, toda una declaración de principios, de esas que a uno le apetece enmarcar y colgar en la pared del salón para releer de vez en cuando:



Este libro es para mis hijos Rachel y Jonathan. Se trata de una historia de hombres y mujeres valientes que existieron hace muchos siglos y cuyos nombres nunca han sido olvidados. Los héroes de este relato amaban la libertad y la dignidad humana y vivieron con nobleza. Escribí esta novela para que quienes la lean, ya sean mis hijos u otras personas, puedan derivar de ella fuerzas suficientes para afrontar nuestro turbulento futuro, y les sea posible combatir la opresión y el mal, de tal manera que el sueño de Espartaco pueda realizarse en nuestra época”.   


El principal artífice de que “Espartaco” viviera para siempre a través del cine sería su protagonista y productor, Kirk Douglas. El intérprete de origen ruso estaba interesado en llevar a la pantalla la novela de Fast desde mediados de los 50 y, en 1958, acordó cofinanciar esta colosal superproducción a través de su propia productora (Bryna Productions), junto a uno de los principales estudios, Universal Pictures. Para escribir el guion, contrató a Dalton Trumbo, uno de los tristemente célebres Diez de Hollywood, que había subsistido durante los últimos años firmando sus guiones con diversos seudónimos. La dirección del film le fue ofrecida en un principio a David Lean, quien la rechazó, y tras el despido de Anthony Mann por aparentes desavenencias con Douglas, éste se puso en contacto con Stanley Kubrick, el joven director inglés con quien había rodado en 1957 el clásico antimilitarista “Senderos de gloria”. Actores británicos tan prestigiosos como Laurence Olivier, Charles Laughton y Peter Ustinov encarnarían a los personajes romanos más destacados de la película, mientras que la actriz inglesa Jean Simmons, afincada en Estados Unidos, se encargaría de dar vida a la bella Varinia, el gran amor de Espartaco. Al igual que había ocurrido en “Los vikingos”, estrenada en 1958, Tony Curtis volvería a compartir cartel con Kirk Douglas, esta vez interpretando al poeta Antonino, fiel amigo del esclavo libertador.  


¿Temes a la muerte, Espartaco?

No más que a la vida.


El Espartaco de Stanley Kubrick y Kirk Douglas, realizado en 1960, conserva todos los valores humanos de la novela de Howard Fast y le confiere la fuerza cinematográfica del formato Technirama 70, la belleza de la banda sonora de Alex North y la espectacularidad de decorados y paisajes naturales rodados en escenarios españoles, con la participación de 5.000 soldados nacionales que sirvieron como extras. En 1991, el film fue objeto de una cuidada y exhaustiva restauración que le añadió 10 minutos de metraje adicional inédito, lo que nos permite disfrutar todavía más de sus épicos fotogramas. Espartaco ha quedado como la “película de romanos” más moderna y visionaria de la historia del cine, sentando un raro precedente en el género del péplum, ya que combina escenas intimistas de emotivo lirismo (como el reencuentro de Espartaco y Varinia a orillas del río) con impresionantes secuencias de masas, impensables en el cine actual.   






El idealismo y espíritu libertario de la novela de Howard Fast luce en todo su esplendor en el hermoso discurso que pronuncia Espartaco en el capítulo VI de la obra. Si el esclavo era para los romanos simplemente una “herramienta con voz” (instrumentum vocale), la voz literaria de Espartaco expresa de la siguiente manera sus ansias de libertad, fraternidad y justicia:






El mundo está cansado del canto del látigo. Es el único canto que los nobles romanos conocen. Pero nosotros no queremos volver a oírlo más. Al principio, todos los hombres eran iguales y vivían en paz, compartiendo entre ellos cuanto poseían. Pero ahora hay dos clases de hombres: amos y esclavos. Sin embargo, nosotros somos más numerosos que vosotros, mucho más. Y también somos más fuertes y mejores que vosotros. Cuanto de bueno hay en la humanidad está en nosotros, nos pertenece”.