LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

martes, 27 de septiembre de 2011

Cinco sabios

Mi profesor de Lengua dice que Cercanías es la unión de dos palabras: cercanas vías, raíles que nos acercan a nuestro destino. La de Matemáticas dice que el tren es un carril de hierro que acorta la distancia entre dos puntos, una locomotora que engulle rectas. Para el de Música, es un auditorio rodante que atraviesa paisajes. El de Filosofía lo considera un paréntesis que ordena nuestras ideas. La de Literatura afirma que se hace camino al viajar y que los vagones van a dar a la mar. Destino, rectas, paisajes... Sueño que viajo. Me adormece el trayecto. Llegué.

Autorretrato en doce compases


El guitarrista zurdo, al que todos creían diestro, se colocó delante de un espejo sobre el escenario inundado de luces, y comenzó a extraer los primeros punteados de las cuerdas de su fiel instrumento. El público de las primeras filas le contemplaba con expresión sumamente enigmada, como se sigue cada gesto ensayado de un ilusionista que estuviera ejecutando uno de sus mejores trucos, mientras que los que ocupaban los asientos posteriores del anfiteatro se contentaban con absorber las cadenas de sorprendentes acordes que llegaban a sus oídos en ondas consecutivas.




El guitarrista zurdo, que con aquella actuación esperaba ganar lo suficiente como para fabricarse un instrumento adaptado especialmente a la medida de los reflejos de su mano izquierda, sin darse cuenta de que, a ojos de su audiencia, el número del espejo representaba la total identificación entre el artista y la principal atracción de su repertorio, cerró los ojos por unos instantes, y dejó que sus dedos deambularan a ciegas por las familiares coordenadas de aquellas cuerdas. Cuando los volvió a abrir, se reencontró con su propia imagen en el espejo, reflejo concentrado y serio de sí mismo, y siguió tocando sin perderse de vista hasta finalizar la actuación, entre el coro de los aplausos de su deslumbrado público.



Sustituida la guitarra por un pincel, los amplificadores por una paleta de colores, el escenario plagado de focos por un estudio débilmente iluminado, se hubiera dicho de él que estaba pintando su autorretrato.

Un nommè La Rocca, 1961

Un tal Belmondo

Esta adaptación de una novela de Jose Giovanni, el célebre especialista en serie negra, sorprende, a casi medio siglo de su realización, por su concisión narrativa y su sequedad formal. Jean Becker nos ofrece imágenes de un laconismo casi clínico en blanco y negro que sólo parecen cobrar vida cuando se ambientan en las animadas callejuelas del Vieux Port marsellés. Restaurantes al aire libre, locales de copas y nightclubs pueblan estos bas fonds donde el personaje protagonista tiene su residencia y su cuartel general de operaciones. El desértico paraje sudamericano que abre el film o el árido paisaje provenzal en el que se desarrollan los pasajes carcelarios son una tierra baldía, un páramo que sólo se ve irrigado por la nobleza que destila la férrea amistad que profesa Roberto La Rocca (Belmondo) por Adé. Un ejemplo ilustrativo de la economía narrativa de Becker puede verse en el planteamiento inicial del film: tras ser informado por el mexicano de que su amigo Adé ha sido encarcelado por un delito que no ha cometido, La Rocca deberá trasladarse a Marsella y seducir a la amante del gangster Vilanova. El último plano en Sudamérica se funde con el siguiente en Francia: La Rocca y la chica de Vilanova ya han intimado, con lo que el director nos ahorra todos los detalles de su encuentro y noviazgo. El modo en que nos presenta a dicha actriz, siguiendo con la cámara su espalda desnuda mientras se dirige al cuarto de baño, ante el irónico comentario de Belmondo (“Cuidado con las corrientes de aire”) nos podría hacer pensar que vamos a ver una continuación de A Bout de Souffle. Pero este Roberto La Rocca no tiene nada que ver con el Michel Poiccard del archifamoso film de Godard. Si aquél era capaz de asesinar a sangre fría a un policía y no tenía reparos en robar en garajes y servicios públicos, La Rocca sólo mata en defensa propia y en las dos ocasiones a maleantes ante los cuales no le queda otra alternativa. La Rocca no es impulsivo como Poiccard, sino que destaca por sus nervios templados y su serenidad. Otra cualidad que le aleja del prototipo gangsteril es su sentido del honor y de la amistad. Becker delega todo el peso interpretativo y dramático en su protagonista, un jovencísimo Jean-Paul Belmondo, y la jugada le sale triunfal. Natural, comedido, desgarbado, en las antípodas del divismo, sosteniendo en una mano los aires de innovación de la Nouvelle Vague y en la otra la consolidada tradición del cine de la Edad de Oro francesa, Belmondo es a La Rocca lo que La Rocca es a Belmondo. 

Davos

Davos había dibujado con tiza los límites que constituían la demarcación de su propiedad, un espacio de 30 metros de largo por 15 de ancho al que había decidido llamar su Catedral. Davos no era un hombre especialmente religioso, pero había escogido este nombre para sus dominios pensando en que el carácter de lugar sacro que dicho nombre les confería podría ayudar a que sus exigencias fuesen respetadas. Una catedral no era de esos lugares que se violentan o traspasan así como así. Por lo que recordaba de sus estudios, incluso se podía solicitar asilo en ellas. Además, en estos edificios existe un culto establecido y unos horarios de visita oficiales, por lo cual si alguien estaba realmente interesado en visitar aquel espacio que él había señalado con tiza como de su propiedad, no tendría inconveniente en elaborar un programa que regulase este tipo de actividades. Por otra parte, Davos era plenamente consciente de que el solo hecho de asignarse un espacio de terreno abandonado de la ciudad en que hasta entonces había malvivido no era garantía alguna de que se le fuera a conceder esta parcela sin tener que luchar por ella, aunque estaba casi seguro de que, habiéndole dado el nombre de Catedral, los concejales y demás profesionales del urbanismo tendrían que pisar con pies de plomo para intentar despojarle con todo el peso de la ley de los derechos que automáticamente se había adscrito. Para ello, Davos, que no era católico ni mucho menos sacerdote, y ni por asomo había concebido la idea de vestirse con el atuendo característico de los oficiantes de este credo para reforzar el respeto de los demás hacia su Catedral, sacó su Biblia de bolsillo de la mochila, un libro que conocía y admiraba desde hacía mucho tiempo por las infinitas enseñanzas que encerraba, y se sentó a esperar la inminente llegada de las fuerzas de seguridad. Pero Davos se equivocaba, porque fueron pasando las horas y ningún agente al servicio del Ayuntamiento de la ciudad se presentó para exigirle que se marchara de aquel terreno que había reclamado para sí. Llegó la noche y Davos, contra todo pronóstico, incluso pudo dormir a pierna suelta sin ser molestado, amparado en los límites de tiza que circunscribían su lugar sagrado, su Catedral. Cuando la luz del día le despertó, Davos constató perplejo que los límites de su Catedral seguían sin haber sido traspasados y llegó a la conclusión de que a veces nuestra imaginación anticipa muchas más dificultades de las que en realidad debemos afrontar, lo que le hizo sonreír de alegría bajo el azulado cielo que constituía el techo de su Catedral, lo que no era poca cosa para un hombre taciturno al que pocos habían visto exhibir su dentadura de contento.

La belleza soberana

Esta es mi traducción de Amoretti III: La belleza soberana
(Edmund Spenser).


La belleza soberana que tanto admiro
contempla el mundo, tan digno de encomio,
cuya luz había avivado celestial fuego
en mi frágil espíritu, por ella elevado de la vileza;
Hallándome ahora deslumbrado por su ingente resplandor,
ninguna cosa vil me es ya grato vislumbrar;
Pero al seguir contemplándola, atónito quedo
ante la prodigiosa visión de celestiales tonalidades
Así, cuando mi lengua debe entonar los elogios que le adeuda,
se detiene con el asombro del pensamiento:
y cuando mi pluma debe glosar sus distinciones,
se arrebata con el estupor que profesa mi imaginación:
Mas en mi corazón doy voz y escribo
el prodigio que mi intelecto componer no puede.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Freud, pasión secreta

Las escenas introductorias de Freud, pasión secreta, película dirigida por John Huston en 1962, nos sirven de preparación, a través de sus extraños arabescos, de sus inquietantes dibujos en forma de nebulosa, para embarcarnos en lo que a todas luces constituirá un viaje al “espacio interior”. La fuerza de la gravedad es la menor de nuestras preocupaciones en esta peculiar variante del cine de ciencia ficción, en la que toman las riendas de la proyección el debate entre cuerpo y mente por lograr el equilibrio interno, las concomitancias que puedan establecerse entre los sueños y demás ejercicios nocturnos de la mente y nuestras disquisiciones diurnas. Los fantasmas del inconsciente han desbancado a la conquista de los planetas del Sistema Solar y el temor hacia los extraterrestres es nimio comparado con el pánico del ser humano hacia sus propios recuerdos, un miedo cerval que le hace enfermar con el propósito de enterrarlos indefinidamente en el cuarto más oscuro de su mente. No es necesario ir a la búsqueda de vida en el espacio exterior, nos vienen a decir Huston y sus guionistas, sino que el alienígena está dentro de nosotros mismos, como demuestra la expresión alucinada del rostro de su intérprete protagonista, Montgomery Clift. Sólo bajo estas premisas podemos llegar a comprender el film que nos ocupa, un audaz experimento de cinematografía que trata al espectador como un adulto, a años luz del infantilismo que parece ahogar las pantallas del cine actual, conminándole a descubrir, mediante el mismo proceso deductivo que el personaje titular, los luminosos hallazgos que sólo llegan a producirse tras un doloroso cúmulo de errores, como expresa el propio diario del gran psiquiatra vienés leído en una memorable escena por el personaje de su esposa. Onírico es el lenguaje que preside gran parte de los fotogramas de la película, y este adjetivo no se reduce únicamente a las escenas más obvias y tal vez menos logradas, rodadas con medios electrónicos como se explicita en los títulos de crédito, sino al tono general del film.


Esa Viena cuyo perfil urbano se nos muestra en ligero picado, con calles tan negras como el abismo que nos separa del inconsciente, en la que no suenan los alegres valses de Strauss ni parece brillar el fasto del Imperio Austrohúngaro, donde un lúgubre cementerio sustituye al Prater, lugar de recreo y cita de otros films ambientados en la capital austriaca, y en la que el sexo ilícito se compra por pocos florines en los antros de la simbólica calle de la Torre Roja. Por esa Viena sombría se pasea como un alma en pena, ensimismado en sus obsesivos razonamientos psicoanalíticos, el frágil y neurótico Sigmund Freud que compone admirablemente Montgomery Clift. El psicólogo no es mostrado como un extraterrestre en la tradicional sociedad vienesa, llegando a ser repudiado públicamente incluso por quienes le apoyan desde un principio con entusiasmo paternal, como el doctor Brewer, cuyas teorías apoyadas en el hipnotismo consigue llevar hasta un imparable paroxismo. Huston, con su planificación objetiva, no subraya en ningún momento del film la inefabilidad de los postulados freudianos, sino más bien lo contrario, insertando momentos en los cuales el psiquiatra se desmorona o se ve sobrepasado por sus audaces planteamientos (el complejo de Edipo que descubre en un paciente que después morirá de una neumonía en un sanatorio mental, lo que le provoca un visible dolor, el complejo de Electra de la joven interpretada por una brillante Susannah York, el desmayo que le impide traspasar el umbral del cementerio en el funeral del padre, etc.).  

La máquina que nos soñó

La Máquina que nos Soñó emitió su cenicienta descarga
y otro par de soñadores dieron con sus sueños en tierra
La fabricaron en oro y diamante, manto duradero,
que sobreviviría en mucho a sus soñadas creaciones
Un alquimista quiso alterarla, con estudios complejos,
mas la Máquina era inalterable, como un texto de Homero
Un poeta quiso cantarla, con sextetos de rima asonante,
mas la gélida Máquina no era descifrable en cálidos versos
La sobrevolaban cormoranes, albatros y cuervos,
mas ningún mal agüero, ni el más ligero ensalmo, parecía afectarle

La Máquina que nos Soñó, sonámbula de preciosos metales,
acaso un día de estos querrá por fin despertarse
¿Por qué no nos sueñas perfectos y sanos?
¿Por qué no nos dejas soñar todo un año?
Tales preguntas se planteó un Latrero, de la estéril Tierra de Latr,
donde soñar que te sueñan es signo de mal agüero

La Máquina que nos Soñó emitió otra grisácea descarga
Latrero, Latrero, date por satisfecho y vuelve por tus fueros
¿Acaso no eres perfecto y sano? ¿Quién te impide soñar todo el año?
La noche, contestó el Latrero, pues sueño que me soñaron de la nada
y en la tierra de donde procedo, eso es un signo de mal agüero
Superchería, dijo la Máquina, superstición de viejas,
Lo que yo sueño nunca podrá ser símbolo de mal agüero,
Observa mi oro, admira el diamante, hermosas capas de todo lo bello,



Hacia la Máquina avanzó el Latrero,
su brazo enfundado en guante de acero
Deja que te sueñe, Máquina durmiente,
déjame imaginarte soñándonos perfectos

 
La Máquina que nos Soñó emitió una inaudita descarga,
tal vez un suspiro, acaso un tañido de su alma
Su oro se fundió como al contacto con la vulcánica fragua
Su diamante se hizo añicos, cual cristalería barata.
El Latrero, con guante bruñido, se apartó de ella asustado
Yo sólo quería soñarte soñándonos más perfectos
Pero para hacerlo, tenías que perecer en tu propio sueño
Oh, Máquina que nos Soñó, tus perecederos metales
nunca fueron tan preciosos como nuestros mejores sueños

La luna y Kung-Tsé


En confianza, me gustaría decir que, cuando todo ocurrió, estaba sentado al borde de la bahía, viendo cómo se alejaba la marea, pero la pura verdad es que me encontraba asomado a la barandilla del puente sobre el río que atraviesa mi pueblo, matando el tiempo, como de costumbre, antes de irme a cenar.


Yo soy algo así como un buscador accidental. Me explicaré, siempre estoy vigilando el curso del río, por lo que pudiera traer. Veréis, mi filósofo favorito es Kung-tsé – Confucio, para entendernos – y, de acuerdo con sus preceptos, intento mantenerme en todo momento en el centro. Para mí, el centro del que habla Kung-tsé es mi pueblo, y más concretamente, la barandilla del puente. Desde aquí veo todo lo que tengo que ver.


Pero volvamos atrás, que me estoy alejando del tema. Aquel día, os lo aseguro, vi reflejada en el agua azul noche del río la otra cara de la Luna. Sí, esa que nunca se ve. Era como las lunas de cartulina que todos hemos visto en alguna representación escolar. Lisa, sin cráteres y aparentemente sujeta al firmamento por un alfiler. Tentado estuve de zambullirme en su reflejo, de acariciar su superficie de papel de plata, pero como ya os dije antes, leo a Confucio. Y Confucio me trajo a la memoria a aquel compatriota suyo que se ahogó al querer besar la Luna. Abreviando, que no quise seguir el ejemplo del insigne poeta y simplemente me limité a ver correr su reflejo a lomos de las aguas del río. Seguro que otra noche volvería a pasar bajo mi pasarela. Yo no me muevo del centro.

DONDE HABITA EL PELIGRO

El título de este interesante film noir dirigido por John Farrow en 1948 no exagera ni un ápice el contenido argumental que vamos a presenciar: intento de suicidio, enamoramiento doctor-paciente, aparente homicidio en legítima defensa, desesperada huida hacia México agravada por la conmoción cerebral que sufre el protagonista, variopintos encuentros con personajes sórdidos y aprovechados de la América Profunda... además de otras muchas sorpresas que nos depara el guión de Donde habita el peligro (Where Danger Lives). Y es que “peligro” es exactamente la piedra de toque de la película, el polo que articula la relación entre los dos personajes principales, un competente y solicitado médico y una misteriosa joven con tendencias suicidas que, en las luces y sombras del soberbio blanco y negro fotografiado por el especialista Nicolás Musuraca, van intercambiándose los papeles hasta alcanzar una atmósfera de pesadilla y paroxismo. No sabemos si el personaje de Robert Mitchum se enamora del misterio que rodea a la verdadera personalidad de su paciente, de la que sólo conoce un nombre con pocos visos de verosimilitud pero que parece ejercer cierta fascinación sobre él (Margo), o si se trata más bien de un flechazo basado en el sentimiento de lástima que ésta le provoca, un concepto que se explotará con trágicos resultados hacia el final del film. Lo cierto es que este joven médico, de afabilidad tan probada que es capaz de contarle un cuento para dormir a una de las niñas a las que atiende en el hospital sin haber descansado de su turno de 15 horas seguidas, y que parece estar prometido a una de las enfermeras (Maureen O’Sullivan), tira por la borda toda su vida anterior para lanzarse a una devastadora relación con una absoluta desconocida. La inexpresividad de Faith Domergue, entonces protegida del productor Howard Hugues, juega a favor de la credibilidad de su personaje, al que parece interpretar en clave de sonambulismo. De sonámbulo podría calificarse también el comportamiento de su partenaire masculino, que a raíz de la conmoción cerebral que sufre al principio de la película, se mueve con angustiosa torpeza –permanentemente al borde del colapso– por un sendero de auténtica pesadilla y no desea despertarse a la verdadera realidad del personaje de Margo, es decir, a su lado psicótico, habilidosamente ocultado en el film hasta que nos enteramos de él a través de un noticiario de radio. El personaje de Mitchum parece repetir el patrón de conducta pasivo y autodestructivo del Jeff Markham al que encarnó memorablemente en otro gran clásico del género, Retorno al pasado, dejándose arrastrar incomprensiblemente hacia el abismo por una mujer fatal. De hecho, es un médico que paulatinamente se va transformando en enfermo, al compás de la progresión de su conmoción cerebral, hasta quedar prácticamente inmovilizado, mientras que Margo, en un principio enferma anímicamente, oculta un grave desequilibrio que la lleva incluso al asesinato bajo una mente fría y calculadora. En cierto modo, el viaje en coche que ambos personajes emprenden nos trae algunos ecos del Recuerda de Alfred Hitchcock, culminación del thriller psicoanalítico que hacía furor en la segunda mitad de los años cuarenta, si bien en aquel insigne título la psicóloga (Ingrid Bergman) y el esquizofrénico acusado de homicidio (Gregory Peck) contaban con la ayuda de un excéntrico y encantador profesor que les acogía en su casa y, sobre todo, con el genuino amor que se profesaban ambos personajes en un ambiente de intenso romanticismo. Por el contrario, en Donde habita el peligro no es amor lo que encontramos, sino una atracción malsana, simbolizada metafóricamente por esa rosa roja (la fatal Domergue) que aleja al protagonista de la “rosa blanca” (la fiel O’Sullivan, de la que Mitchum afirma –en una espléndida escena en la que contempla el letrero luminoso que resplandece frente al hotelucho donde se alojan, y que lleva el ominoso nombre de Rosa Blanca, en castellano en el original– que “siempre fue muy buena conmigo”). Pero John  Farrow, además de un gran especialista del cine negro, con magníficos títulos como The Big Clock, interpretada por Ray Milland y Charles Laughton, es un cineasta dotado extraordinariamente para la aventura, y en este sentido hay que considerar las aventuras –o más apropiadamente habría que hablar de desventuras– que viven Mitchum y Domergue en su ruta hacia México. Al contrario que en otros títulos clásicos del género, los personajes no llegan nunca a poner el pie en ese México liberador que tan bien retrataría el propio Farrow en una de sus mejores películas, Plunder of the Sun, producida por Batjac, la productora de John Wayne, e interpretada por Glenn Ford, y que mezclaba ambos géneros con admirable pericia, sino que se quedan en la desabrida verja que separa ambas fronteras. El film, fiel a su atmósfera malsana, prefiere encuadrar a sus personajes en los fatídicos y sórdidos límites de los villorrios de mala muerte que se suceden en su camino hacia la frontera, habitados por un microcosmos de seres que no sólo no tienen inconveniente en sacar provecho de la situación desesperada de los dos prófugos (el vendedor de coches, el prestamista, el dueño del circo ambulante) sino que aplican unas leyes innobles a los que cruzan su territorio (el grupo de vaqueros barbudos que pretenden ponerles una multa por no llevar la barba obligada en la fiesta de los “Frontier Days”). Sin duda, Farrow nos ofrece un penetrante retrato de una mente perturbada, pero tampoco es despreciable su aguda disección de los personajes cuerdos y que obran discutiblemente dentro de los parámetros de la ley en la América rural. Ante tanta negrura –y desdiciendo al gran poeta Valery y a su afirmación de que “lo negro no es tan negro”–, al final de la película, el espectador, como el propio Mitchum, no puede sino añorar el mundo del elefante Elmer, el cuento que aquél le contaba a su pequeña paciente al comienzo de la proyección, y deleitarse ante el happy end en el hospital, que propone el reencuentro de dos seres que nunca debieron distanciarse.

Invierno en Camelot

Si imploro a una plúmbea nube, ésta me promete un azul raso
Si el aire gélido inhalo, éste me embriaga con el néctar de mayo
Pronto despertará otra vez Arturo, buscando libar, buscando el Grial
Camelot surgiendo de entre las brumas, derretida la nieve en azahar
De la Redonda Tabla el manto retiraremos, fíltrese la luz por sus recovecos
Arturo, rey de nuestros sueños, oficiará en Primavera el Adviento
Sir Gawain, el Verde Caballero, decretará que las plantas se abran
Y el mago Merlín, con su nívea barba, la retirada de la nívea capa
Fiel Lanzarote, las llamas de tu pasión en estado de flor
Apágalas a tiempo o la luz de mayo te hará proscrito en Camelot
Hermosa Ginebra, hija de Leodegrance, ciñe con rosas tu corona real
de espinas purificada, como si aún fueseis cifra par
La artúrica Corte de un hilo pende, en peligro mortal de eclosión

Si tan solo volviesen las nieves, las nieves a Camelot
Mágico Merlín, suspende el estío, conjura el calor
Si tan solo volviesen las nieves, las nieves a Camelot
Oh, abstraído Arturo, traicionado en plena floración
Si tan sólo Lanzarote no hubiese pisado jamás la tierra de Albión
Oh, febril Ginebra, tus labios sostienen la paz de un reino
En ellos bebió Arturo un dulce vino, para su Tabla mortal veneno
Si tan sólo volviesen las nieves, las nieves a Camelot
Azul raso, néctar de mayo, tristes desterrados por un filtro de amor 

Tony Curtis

El reciente fallecimiento –a los 85 años de edad– de Tony Curtis, exquisito intérprete de alta comedia a quien más de una vez vimos también dar el do de pecho en otros géneros, nos recuerda que afortunadamente nadie es perfecto. Que un chico judío de los barrios bajos neoyorquinos lograse acceder al trono de Hollywood no es más que la constatación de otro Sueño Americano cumplido, del papel soberano que siempre ha jugado la fantasía en el prosaico País del Dólar. Y es que este irrepetible actor, ya fuese enfundado en flamante uniforme militar, ataviado con coraza sajona o vikinga, disfrazado a la moda de las Mil y una Noches y con la tez abetunada para interpretar extravagancias orientales de la Universal, boxeando sin despeinarse o encaramado a lo alto de un trapecio, nació y vivió para hacer Cine, o lo que es lo mismo, para alentar nuestras incombustibles necesidades de ficción. Con su cabello moreno engominado, sus burlones ojos claros, su sonrisa entre seductora y socarrona y su físico fibroso, Curtis se metió al público en el bolsillo y, de paso, aprendió los fundamentos de la interpretación tan habilidosamente que incluso llegó a crear un estilo propio de comedia que le situaría en el Olimpo del género cómico entre los años 50 y 60, junto a actores como Jack Lemmon, Walter Mathau, Jerry Lewis o Bob Hope.

Curtis nació para hacernos reír en películas que nos instaban a la alegría de vivir, como Boeing Boeing, La Pícara Soltera, Vacaciones sin Novia o su más popular colaboración, Con faldas y a lo loco. En todas ellas sus encarnaciones cinematográficas compartían unas señas de identidad constantes –un guapo sinvergüenza que se mete en apuros por cuestiones de faldas– y tanto el planteamiento como el desenlace del enredo en cuestión se enriquecían cada vez con desternillantes variaciones (un soltero empedernido comprometido con tres azafatas al mismo tiempo a costa de un riguroso control de sus horarios de vuelo, el poco escrupuloso editor de una revista de cotilleos que pretende seducir a una virginal psicóloga autora de un libro de sexo, un soldado destinado en Alaska que resulta ganador de un fin de semana con una estrella de cine en París pero que coquetea con la teniente que debe velar por su buena conducta, o un músico con los bolsillos agujereados que debe disfrazarse de mujer para escapar de unos gángsters y se finge millonario con yate para conquistar a una rubia cantante). Pero Curtis era un actor de mayores ambiciones, y aunque reinase en la comedia, luchó por no encasillarse y sacar adelante papeles dramáticos (Chantaje en Broadway, Fugitivos, El Gran Houdini), aventureros e históricos (La Carrera del Siglo, Los Vikingos, Taras Bulba) e incluso psicóticos (El estrangulador de Boston) a costa de afear su cuidada imagen.

No obstante, el galán de suaves maneras creado por Curtis difiere del prototipo de otros leading men de la época en su desarmante vulnerabilidad. El público no deja de sentir simpatía hacia este granuja bien parecido que, las más de las veces, se da un batacazo sentimental o se ve empequeñecido en la pantalla por otros actores más corpulentos. Al igual que el resto de sus semejantes, Tony Curtis no era perfecto. Le faltaba la mirada tímida de Gary Cooper, la estólida impasibilidad de Rock Hudson o la honesta seriedad de Gregory Peck para convertirse en un héroe, pero, vistas hoy día, muchas de las películas que rodó en la pasada centuria se acercan inquietantemente a la perfección.

Torino

Enmarcada en el majestuoso escenario de los Alpes, Turín es una ciudad con una inmerecida reputación de gris e industrial que suele ser pasada por alto en los circuitos de las agencias de viajes a pesar de su indudable interés turístico. Esta ciudad, antigua capital de la Monarquía de Saboya y lugar de gestación del Risorgimento o Unificación de Italia, cuenta con una envidiable proporción de espacios verdes y, si bien es cierto que la industria –especialmente la automovilística, representada por la prestigiosa FIAT, cuyas antiguas instalaciones se han reconvertido en el moderno centro de negocios Lingotto– tuvo mucho que ver en su desarrollo, también es verdad que ha sabido compaginarlo con unas dimensiones a la medida del ser humano y un legado artístico excepcional.

No sabemos qué es lo que más sedujo a Nietzsche, el filósofo alemán que residió durante la última etapa de su vida en la capital piamontesa, si el delicioso chocolate que se puede degustar en cualquier pasticceria o café, la visión de las cercanas montañas o los interminables paseos que permiten sus anchas y elegantes avenidas, cubiertas por una red de monumentales pórticos que los monarcas de Saboya ordenaron construir para protegerse de la lluvia en sus caminatas diarias. Y es que, al igual que muchas otras ciudades italianas, Turín conjuga de modo embrujador el arte más exquisito con la belleza natural. Tal vez esto explique en parte la aureola de ciudad mágica que la ha acompañado siempre. Sin querer adentrarnos aquí en consideraciones esotéricas, la magia puede sentirse en cualquier parte de la ciudad, ya sea admirando el conjunto de exuberantes colinas que la rodean, especialmente la de Superga –coronada por la espléndida basílica barroca diseñada por Filippo Juvarra– y el Monte de los Capuchinos, o simplemente deambulando a lo largo del Po, el gran río italiano que constituye una de sus señas de identidad.

Emilio Salgari
Turín es una sucesión de plazas de gigantesca envergadura, como la Piazza Vittorio Emanuele, que desemboca en el río frente a la original Iglesia de la Santa Madre di Dio, la Piazza Castello, con el Palacio y los Jardines Reales, o la Piazza San Carlo, apodada el Salón de Turín por ser lugar de cita de sus habitantes; de altos soportales que parecen no acabarse nunca; de múltiples referencias histórico-culturales (la Sábana Santa, el Museo Egipcio, la Mole Antonelliana, sede del Museo del Cine y visible desde cualquier punto de la ciudad); de librerías especializadas en todos los temas imaginables; de bares con encanto donde reponer fuerzas con un exquisito aperitivo (que en esta ciudad se toma a partir de las siete de la tarde); de muelles transformados en terrazas al lado del río (los Murazzi del Po); de parques románticos, entre los cuales destaca el hermoso Parco Valentino, con su espectacular Fuente de los Doce Meses; y de escritores afligidos por una vena suicida, como es el caso de Emilio Salgari y Cesare Pavese, dos grandes autores de la Literatura Italiana –en sus vertientes escapista aventurera y existencialista, respectivamente– que eligieron quitarse la vida en esta bellísima ciudad.

Turín es una ciudad tan original que hasta se ha inventado lo que no tiene, ejemplo claro de lo cual es ese Borgo Medioevale construido para la Exposición Internacional de 1884 al que se accede tras un trayecto en barco turístico por el Po, y que compensa las carencias medievales de una urbe eminentemente barroca. Si Roma es eterna, Nápoles hay que verla antes de morir y la belleza de Florencia provoca desmayos en las naturalezas más sensibles, Turín nos sorprende por su discreta e inesperada fascinación.    

La piedra angular del templo

El templo casi estaba terminado. Sólo faltaba una piedra de trece letras. El arquitecto buscó dentro de sí y halló una P. Su hermano le regaló una A y su vecino una Z. Su mujer y su hija formaron una E y una N. Un caminante sacó de su mochila una L y una A. El vendedor de periódicos le recortó una T. La florista le dio una I y una E por el precio de una rosa, y en el buzón encontró dos cartas con el remite RR. Sólo faltaba otra A, que llegó con un soplo de esperanza.

Te amo

De una garganta a otra, ajenas a toda frontera, transmutando idiomas, las dos palabras iban viajando a lomos del viento, acumulando inflexiones, incólumes ante las desgracias que presenciaban. Por mucho que las cercasen, ningún desastre artificial o natural logró mancillarlas, tanta era su fuerza, y aún seguían conservando su blanca pureza cuando se asentaron en los labios de Marcelo. Como tantos enamorados, éste las pronunció ilusionado. María, su amada, también se emocionó al oírlas y las repitió a su vez. De una garganta a otra, las dos palabras volvieron a unir dos corazones.    

En una plaza de cualquier parte...

Se desperezaba la ciudad, envuelta en la gris niebla de la modernidad, y uno de los barrenderos más madrugadores de su promoción, Germán Segundo, “el Esquiviano”, llamado así por ser natural de aquella localidad toledana famosa entre otras cosas por su excelente vino, apoyándose sobre su carrito y recostando la escoba contra el cubo de oficio, se abismó en su visión predilecta.

Germán Segundo venía barriendo sistemáticamente la zona comprendida entre la Plaza de los Cubos y la Plaza de España de Madrid desde hacía ya seis años, fecha en que aprobó el examen que le dio acceso a la plaza y, a diferencia de tantos otros trabajadores de la capital, era feliz con lo que hacía, hasta el punto de considerarse el más dichoso de los hombres sobre la faz de la tierra.
¿Pero qué tenía de especial el barrido de las calles y plazas de aquella zona de Madrid, indudablemente difícil de mantener limpia, siendo como es tan turística y transitada? Que se lo pregunten a Germán Segundo, hijo de Juan Ramón Segundo y nieto de Conrado Segundo, familia de humildes vinateros de Esquivias, la ciudad en la que Don Miguel de Cervantes contrajo matrimonio con su mujer Catalina.

Pero mejor será que lo cuente yo, que el amigo Germán gusta de la palabra hablada pero no le ocurre otro tanto con la escrita. En eso quedamos, pues. Yo se lo narraré a ustedes. Tan sólo necesito que me presten sus ojos y oídos durante unos minutos...

Don Quijote y Sancho Panza
Embobado, boquiabierto, deslumbrado, embebido o ensimismado hubiesen sido los epítetos que recibiría Germán Segundo de haber escrito otro esta historia. Sin embargo, como el autor es un servidor, y de momento tengo la última palabra en el asunto, diré que nuestro barrendero estaba exactamente “deleitado”. Lo que contemplaban sus ojos oscuros y hundidos no era sino las estatuas de Don Quijote y Sancho Panza que se hallan ubicadas en la Plaza de España de Madrid. A aquella hora tan tempranera, sin visitantes, grupos de estudiantes, enamorados o ancianos que pulularan por la hermosa plaza, los rasgos de las estatuas cobraban un especial vigor ante los ojos del observador atento. Y Germán Segundo pertenecía a esa clase, de ello pueden estar seguros. Como buen esquiviano, era un cervantino a ultranza, más por usos y costumbres que por auténtica erudición. No ignoraba los episodios más populares de la novela, como el de los Molinos de Viento o el del Manteo de Sancho, aunque sorprendía a propios y extraños con su conocimiento de otros más eruditos como el de Clavileño o el de la Ínsula Barataria, si bien admitía no haber leído el libro entero en su vida.

Cervantes
“Lo que sé del Quijote, lo he sabido siempre. No me pregunten si leí algunos capítulos de chaval, si lo vi en el cine o en la televisión o si me lo han contado”, argumentaba Germán con humildad. “En mi pueblo se saben estas cosas de antiguo...” Y en verdad que, a juzgar por la expresión de felicidad que coloreaba la carnosa cara de Germán Segundo, se habría jurado que aquel afable barrendero manchego se solazaba mucho más que cualquier eminente cervantino de toga y birrete en la contemplación de aquellos dos personajes de bronce.

“Si es que parecen de verdad. No hay más que mirarlos, hombre”, les decía a sus compañeros de turno. Una vez, el que cubría la zona de Ventura Rodríguez se ofreció a hacerle una foto posando junto a las estatuas y, para su asombro, Germán se negó en rotundo. “Eso es para los turistas, los que vienen ya amanecido y les hace gracia todo. Yo me contento con verlos a esta distancia, que les tengo mucho respeto”, pretextó el buen hombre, no sin cierto nerviosismo.

Y es que, para Germán Segundo, aquellas estatuas estaban dotadas de un hálito que casi las convertía en vivientes. Se absorbía en su contemplación a semejanza de quien admira un belén representado por figuras humanas, como el que recordaba haber visto de niño en Alcázar de San Juan una navidad “”de relente y cuellos altos”, en palabras de su abuelo Conrado. “Y el caso es que sí que me gustaría verlas más de cerca”, musitaba Germán, “pero me da un poco de miedo...”

Lo que Germán Segundo tal vez quería decir es que, desde la infancia, sentía una reverencia rayana en el temor por las estatuas, las imágenes de procesión o cualquier otra escultura de rasgos antropomorfos. Le fascinaban y al mismo tiempo le asustaban, como si pudiese discernir en ellas, a través de los certeros rayos X de las formas artísticas, las complejas ramificaciones de la personalidad humana. Germán miró a derecha e izquierda y, abandonando por unos instantes su instrumental de trabajo, enfiló hacia las figuras de Don Quijote y Sancho. “Vamos, Germán, que sólo será un momento. Ten valor, hombre”, se decía por lo bajo. Al llegar al pie de Sancho y el Rucio, alzó la cabeza y se emocionó tanto que tuvo que cerrar los ojos. “Ábrelos, hombre, que como te esté viendo alguien...”, se repitió. La sensación que experimentaba era muy distinta de la que había tenido las cuatro veces que visitó la casa donde vivió Cervantes en Esquivias.

“Allí no hay estatuas por ninguna parte. Si es no es más que una casona manchega de vigas vistas. Te enseñan muebles, cuadros, aperos de labranza y hasta tinajas de vino. Si bajas a las bodegas, ya te puedes echar un jersey por encima, que no hay más de 15 grados todo el año”, le había explicado un día a su compañero Sixto, el que cubría la zona de Ventura Rodríguez, mientras se comían el bocadillo. Ahora, en cambio, se sentía verdaderamente impresionado. Como cuando te presentan a alguien a quien has admirado en silencio desde hace tiempo. Cuando volvió a abrir los ojos, le pareció hallarse momentáneamente en una llanura seca y calcinada. Ni siquiera le parecía escuchar ya el rumor de la fuente o el zumbido de los coches circunstantes. Se disponía a acercarse a la estatua de Don Quijote, cuando oyó una voz que rasgó el aire como un taco mal empujado sobre un tapete de billar.

“¡Oiga, usted!” Germán Segundo se giró hacia el lugar de donde había emanado la voz. Junto a su carro, un individuo enjuto y de elevada estatura se erguía altivo, armado de un objeto puntiagudo. Germán no podía distinguir de lejos lo que empuñaba, pero el hombre iba vestido de un verde muy parecido al suyo, otro mono de trabajo probablemente. “Sí... ¿Qué quiere?”, vociferó Germán dubitativo. Aquel fulano le recordaba extrañamente a... Pero no, no podía ser. “¡Qué tontería!”

“Venga usted aquí, hágame ese favor”, espetó nuevamente el recién llegado. Germán se sintió sobresaltado por el tono algo marcial con que revestía sus frases. Decidió obedecerle y averiguar qué tripa se le había roto. “Locos a estas horas, los hay a pares. Pero que no se me crucen delante...”, musitaba mientras encaminaba su cuerpo rechoncho hacia el carro. Ahora que lo veía más de cerca, el hombre lucía un ralo bigote que era la pura abundancia comparado con el seto de cabello que se había agolpado a ambos lados de sus sienes. La cara macilenta, las mejillas ahuecadas y el cuerpo casi inexistente bajo el sucio mono verde. A pesar de ello, uno no podía por menos de achicarse hasta cierto punto bajo la mirada conminadora de aquel individuo, máxime cuando lo escudriñaba a uno empuñando un pincho de hierro, similar a los que utilizaba el servicio de limpieza de parques y jardines para recoger los papeles vertidos con inmisericorde desdén sobre el césped.
“Aquí me tiene, buen hombre. ¿Qué quería decirme?”, inquirió Germán Segundo, con un tono entre bromas y veras.

El desconocido hizo un cuarto de reverencia, soltó el chuzo que empuñaba y se presentó con el mayor de los entusiasmos. “Mi nombre es Amadeo Solana, caballero. Por ironías del destino me veo obligado a ejercer este oficio de esgrimista de inmundicia papelera. ¡Mala estocada reciban los que me hacen doblar la cerviz! En otras palabras, amigo mío: yo pertenezco a la Brigada del Chuzo igual que usted a la del Carro y la Escoba.” Germán Segundo se quedó mirando con admiración a aquel Amadeo. Lo que era clase y distinción, no le faltaban. Tenía todo el aspecto de ser un señor venido a menos, además de bien hablado. Le gustaba cómo entonaba cada palabra en un castellano recio y perfecto. Nunca hasta ahora lo había visto por allí, de modo que supuso que era nuevo en el barrio, trasladado posiblemente. “¿Desde cuándo trabaja usted en esta zona?”, preguntó Germán con una curiosidad que parecía desbordarse de sus ojillos parduzcos. “Hoy me estreno en esta vecindad, señor mío. Para los efectos, son todas iguales en lo básico. La escoria que retiro con mi gancho afea del mismo modo la verde yerba y no diferencia casas ni cunas. ¡Pardiez! ¡Si yo le contara a lo que me dedicaba antes, es harto seguro que no me creería! Vueltas que da la vida...”

Germán Segundo se conmovió sinceramente al ver el semblante de dolor y lamento en que se trastocaba el huesudo rostro de Amadeo. Aquello le reafirmó en su convicción de que se hallaba en compañía de un cabal y perfecto caballero. “Las estatuas... Llévale a ver las estatuas, borrico...”, se dijo en voz queda el bueno de Germán Segundo, no sabiendo cómo consolar de alguna manera a su interlocutor. “Si uno como yo encuentra paz mirándolas, no va a encontrarla él...”
Y dándole una palmadita en el hombro, Germán “El Esquiviano” condujo a Amadeo frente a las estatuas de Don Quijote y Sancho. Éstas les contemplaron desde sus pedestales de inmortalidad, pero con una conmiseración y benevolencia que hicieron que Amadeo retomara la narración de su caída en desgracia con una serenidad que le sentaba mucho mejor, dejando que la amargura en reposo fuera expulsando poco a poco sus más perniciosos vapores.

“Aquí donde me ve, mi buen amigo, yo tuve en mis manos durante un corto espacio de tiempo esa ardua tarea consistente en preparar las ligeras mentes infantiles para la gravedad adulta. No, no me mire usted con esa cara. En palabras más sencillas, fui maestro de escuela. Maestro, ¡qué palabra más hermosa! Maestría significa dominio, señor mío, y yo me jactaba de poseerlo tanto sobre mis pupilos -puedo asegurarle que no se oía ni el vuelo de una mosca durante mis clases- como sobre mi intelecto: pasaba por ser el erudito en Historia Universal del colegio, aunque esté mal que yo lo diga”. Germán Segundo se rascó su poblado mentón. No era capaz de concebir una razón por la que aquel gentilhombre se hubiera visto obligado a abandonar su noble profesión. Es verdad que se le desorbitaban un poco los ojos cuando declamaba sus desventuras, pero no le parecía ese un rasero propio para medir a nadie. Quien más, quien menos cojea de alguna rareza. En el mundo hay gente más emotiva y gente más templada, y Germán, que siempre había sido de estos últimos, no era quien para juzgar los aspavientos de nadie.

“¿Y por qué dejó la enseñanza, Amadeo?” El hombre se puso serio, alargó un brazo para empuñar de nuevo su herramienta profesional, e irguiéndose con la prestancia de un hidalgo que nunca ha dejado de serlo, continuó: “Si recuerda usted, amigo mío, las clases de historia de la escuela, le vendrá el pensamiento de una materia abstracta, de un mármol desportillado, de un jardín lujuriante que tan sólo se le permitió admirar a través de un vidrio arbitrario”. Germán Segundo apenas si entendía las metáforas de su interlocutor, pero dejó que los oídos se le colmaran de la música de aquellas palabras que parecían pertenecer al dominio exclusivo de los libros y que ahora eran pronunciadas en voz alta y diáfana -“voz de locutor”, se dijo el barrendero- ante sus propios ojos. 

 “Mis clases estaban concebidas, ¿cómo decirlo?, para ser vividas. La llama de conocimiento que debía inflamar en aquellos quinqués en ciernes dependía del realismo de mi interpretación. Porque, si aún no se lo he dicho, amigo Germán, mi concepto de la historia era el de un profesor-actor. Representaciones de momentos históricos, tal era el título que di al curso y con el que me presenté en la Sala de Estudios del Colegio Lepanto de... Bueno, lo cierto es que el lugar no tiene demasiada importancia...” Aquella última frase, reflexionó Germán. Había algo familiar en aquella última frase de Amadeo, ¿pero qué era? “Bueno, ahora no caigo, pero es de esas cosas que tiene uno en la punta de la lengua...”

Amadeo Solana dirigió una penetrante mirada a Germán. Se diría que había captado el instante de distracción del barrendero y no parecía hombre acostumbrado a dejar un parlamento a medio hacer.

 “¿Le resultan ya penosos los pormenores de mi historia, señor mío?”, inquirió con un poso de malestar. Germán se azoró y tragó saliva aparatosamente. Por nada del mundo hubiese querido herir la sensibilidad de aquel noble caballero venido a menos. Pidió disculpas mientras se pasaba una gordezuela y sudorosa mano por la cara. “Como le decía, comparecí en la Sala de Estudios con mi propio programa de la asignatura, y fui dura y cruelmente criticado por mis compañeros. Se me acusó de individualista, librepensador, idealista e irreverente, entre otras muchas cosas. ¿Irreverente? ¿Hacia quién o qué? ¿Es acaso la enseñanza de la Historia un corpus único e indivisible, un código de leyes o un teorema matemático? No, señor, es un gran entreacto. ¿Sabe que una de mis grandes pasiones fue siempre la de coleccionar trajes y disfraces de época? Mi difunta abuela, que en paz descanse, era una magnífica costurera, y de ella obtuve no pocas de las piezas de mi vestuario. Cota de malla y jubón Siglo de Oro; túnica griega o romana, según lo que se terciara; sombreros de paño y calzas renacentistas; capote, levitilla y pañuelo románticos. En cada clase, y dependiendo del tema que viniera a cuento explicar, me vestía apropiadamente para la época”. En este punto, y arriesgándose a otra mirada desaprobatoria, decidió interrumpir Germán Segundo el discurso. Aquello le parecía tan original e insólito. Le costaba creer que alguien pudiese atacar la imaginación con tanto encono. En su opinión, sólo los frustrados o los mediocres podían ser capaces de tal cosa. “¿Y qué decían los chavales  al verle de aquella guisa?”, preguntó armándose de aplomo para lo que viniera después. Amadeo Solana retrocedió en el tiempo con una mirada perdida y soñadora. Se veía que aquella era la parte de toda la relación de sus cuitas que menos daño le causaba rememorar.

“La ambientación, mi paciente amigo, lo es todo en la enseñanza de la historia. Fechas, batallas, apogeos y decadencias no significarán nada para los que los estudian si no les es ilustrado con la luminaria del profesor. Y en un mundo de grises enseñantes determinados a inculcar una sabiduría estilo papagayo, mi representación histórica dio en hueso...” Amadeo Solana pareció abatirse de nuevo; cabeza y hombros describieron un movimiento descendente y su rostro demacrado amenazó con sombrearse de amargor, pero al cabo se enderezó con un ímpetu que debía de arrancar de sus mismas entrañas, acostumbrado a sacar fuerzas de flaqueza en sus frecuentes momentos de abatimiento, y alzando su gancho de limpieza en alto, gritó: “¡¡¡¡¡PERO NO DI MI BRAZO A TORCER, NO SEÑOR!!!”

Germán Segundo, que era hombre muy discreto, echó un vistazo a su alrededor para ver el efecto que el vocerío de su acompañante había podido causar en los transeúntes. Por allí no se veía un alma, exceptuando un noctámbulo que descansaba todo lo largo que era sobre un banco de la plaza. Vestía harapos y se abrazaba a una botella de tinto sin marca. “Consuélese, don Amadeo, que aquél está mucho peor que usted”, sentenció Germán Segundo con cantarín acento de su tierra. El antiguo maestro de escuela asintió con la cabeza, y en silencio se unió a Germán Segundo en la contemplación de las estatuas de Don Quijote y Sancho Panza.

El desarrapado del banco abrió los ojos. No le fue fácil quitarse la telaraña de embriaguez que le impedía ver con claridad a través de ellos. Enfocando a lo lejos, distinguió dos figuras que guardaban un curioso parecido con las estatuas de la plaza, la de un hombre alto y flaco junto a la de otro bajo y rechoncho. Sin saber muy bien por qué, le vinieron a la memoria en aquel momento las ventas que surcaban el seco paisaje de su tierra manchega. Mientras descorchaba la botella, una lágrima de nostalgia le resbaló por la mejilla y fue a parar al suelo, cerca de donde los gorriones se bañaban en la arena que rodeaba al banco. Para ellos, probablemente no fuera más que una gota de rocío.    

Dedicado a Claude



Ya desde el momento en que vine al mundo, con aquellos dos seres adultos haciendo bobaliconas muecas inclinados sobre mi cuna, sentí que aquello de ser el centro no debía de estar nada mal. A fin de cuentas, bastaba ofrecerles mi repertorio de gracietas de recién nacido (convenientemente dosificado, claro está, para que no me atosigaran en exceso) para obtener el título de Rey de la Casa.

Este reinado absoluto duró cinco años justos, fecha en la que mi mandato se vio ligeramente amenazado al adquirir mis progenitores un Terrier Schnauzer de pelo corto y pésimo genio, capaz de realizar acrobacias tan insustanciales como llevar el periódico entre los dientes o atrapar terrones de azúcar en el aire. Todo muy deja vú, naturalmente, comparado con mis memorables exploraciones de la casa a gatas, mis prístinos borboteos de palabras, mis emocionantes primeros pasos o mi primera y entrañable caída de la silla. Lógicamente, no podía consentir que me relegaran a un segundo lugar, por lo que resolví enseñarle al perro, que por otra parte nunca llegó a resultarme antipático, quién era el que mandaba en casa. La cosa sucedió poco más o menos así:


Senador, ven aquí”, le ordené cierta tarde que yo me entretenía apilando una torre de figuras poliédricas. El perro se sentó sobre sus patas traseras y sacó la lengua para mostrarme que estaba contento. “¿Ves esta torre, Senador? La he construido yo. Tú nunca podrás hacerlo. Yo soy más listo que tú, ¿comprendes, Senador?” El Terrier alargó una pata y rezongó afirmativamente. Después arremetió contra la edificación y se metió entre los dientes un rectángulo de color amarillo. El animal había reconocido la inteligencia y se sometía a ella. Le acaricié el lomo para expresarle mi conformidad y permanecimos tan amigos desde entonces.

A los 7 años, descubrí que podría ampliar mi estrellato a otro entorno, además del hogar en el que ya era dueño y señor. Me refiero al colegio. Cuando la maestra explicaba la lección, lo hacía mirándome siempre a mí. Siempre era yo quien debía intervenir después de que los otros hubieran fallado la pregunta de turno lanzada al aire. Si había que leer en voz alta, lo acababa haciendo yo ocho de cada diez veces. Presumirá acaso el lector que, habida cuenta de mi excelencia en el aula, tendría garantizada la animadversión de mis condiscípulos. Nada más lejos de la verdad, y para ilustrarlo, valga una anécdota que, aunque me esté mal decirlo, encuentro particularmente irresistible:

Un día, en clase de Geografía e Historia, el profesor preguntó: ¿Dinamarca y la Península de...? Silencio. Ni el vuelo de una mosca. El maestro volvió a la carga: ¿Península de...? Escudriñó la clase con gesto de desprecio hasta detenerse en la asustadiza mirada de Henrietta, la niña que se sentaba en el pupitre detrás del mío.

Por supuesto, podría haber levantado la mano y dar la respuesta correcta. Sin embargo, preferí obrar con caballerosidad (la niña en cuestión me era muy grata, todo hay que decirlo) y prestarle mi desinteresada ayuda. A tal efecto, apoyé mi mentón sobre la palma de la mano, sosteniendo el puño cerrado bajo la oreja, de tal manera que Henrietta pudiese leer en mis dedos la palabra que ignoraba y que yo había escrito en ellos de la siguiente y singular manera:


Dedo pulgar: J
Dedo índice: UT
Dedo corazón: LAN
Dedo anular: DI
Dedo meñique: A


¿Original, verdad? Y con sólo 7 años. Sin embargo, ser un triunfador a tan temprana edad también tiene sus desventajas. Me refiero a la envidia intelectual de algunos adultos. No es fácil aceptar a un genio que no pasa del metro treinta, y para ciertas personas presuntamente cultivadas constituye incluso un permanente motivo de mortificación, pero como veremos en las próximas líneas, también entonces supe salir hábilmente del paso.

Con 9 años y medio, mi padre me llevó a una tienda de música para que eligiera el instrumento que más me gustara. Desechadas la flauta, el violín y el clarinete, me senté frente a un piano de cola Steinway. A mi lado se acomodó sobre un taburete el individuo que regentaba el establecimiento. Me dio una palmadita en el hombro y dijo: “Pequeño, te voy a enseñar a interpretar una pieza que les encantará a tus amiguitos. Y comenzó a tocar Frère Jacques. No sé qué pensarán que había estado haciendo hasta entonces, pero cada vez que mi madre escuchaba a Chopin en el tocadiscos, yo escuchaba más atentamente todavía. Aún me parece estar viendo la avinagrada expresión que adquirió el semblante del vendedor cuando empecé a interpretar La Varsoviana: allegro, andante, allegro. Era una pieza que me sabía de memoria. Ni que decir tiene que el piano lo trajeron a casa al día siguiente y que se me adjudicó un profesor particular al que, seis meses más tarde, ya superaba en las escalas. El pobre hombre, a la vista de los hechos, decidió despedirse. Resulta curioso que la última partitura que me hizo estudiar fuese la Tocata y Fuga de Bach.

Pero la vida sigue. Y a los 15 años, mis padres me matricularon con carácter de excepción en la Sorbona. El alumno más joven en toda la historia de la institución. ¿Qué les parece? Decidí dar trabajo a los dos hemisferios de mi cerebro y cursar dos carreras a la vez, una de ciencias y otra de letras. En Matemáticas, hallé conmutaciones y variaciones aritméticas que nadie había encontrado hasta entonces. En Filosofía, inventé mi propia doctrina de pensamiento: el “Solismo”, una avanzada y particular concepción de la vida que me convirtió en el favorito de la facultad. Me gradué “cum laude” en ambas disciplinas, por supuesto, y justo cuando me disponía a...

Soy Henrietta, la niña que se sentaba detrás de Claude, el hasta ahora narrador de esta historia. Él todavía no lo sabe, pero me he mudado al piso enfrente del suyo para estar más cerca de él. Nunca olvidaré aquel día en que me sopló la respuesta en clase de Geografía. ¡Fue tan gentil! Vive solo en una buhardilla, con su perro. Me parece que es un Terrier. Se oyen los ladridos desde mi apartamento, pero no me molesta porque se trata del perro de Claude. Algunas veces escucho a Claude declamar en voz alta. Creo que da conferencias en la Sorbona. La palabra que más repite es “soleísmo” o “solismo”, que no sé qué significará, la verdad. Claude siempre ha sido tan ingenioso. También me fascina oírle tocar el piano. Esas notas tan románticas y apasionadas me ponen la carne de gallina. ¡Shhhhh!, creo que va a empezar uno de sus conciertos. Guardemos silencio...

Ya sé que no van a creerme, pero soy yo, Senador, el Terrier Schnauzer de Claude. Claro que eso de Terrier y Senador es una catalogación dada por los humanos. Yo soy simplemente perro. Sin embargo, como a los humanos les hace tanta gracia ponernos nombres, transigimos. ¿Qué más da? Son pequeñas concesiones. La mayoría de ustedes piensa que no hablamos, aunque se trata más bien de que no comprenden lo que decimos. Ladrido es un eufemismo para definir un idioma que escapa a su comprensión. Tomemos el ejemplo de alguien que no entiende ruso (cualquiera de ustedes, supongo). Seguro que nunca se les ocurriría decir que un ruso ladre. Excentricidades de los humanos. Nosotros también tenemos las nuestras. Si he tomado el relevo de la narración es para revelarles un dato sobre Claude que nadie excepto yo conoce y que acrecentará su admiración por él. Habrán notado que nunca utilizo la palabra “amo” para referirme a Claude, y eso es porque se trata de un término “tabú” entre nosotros. Cuando algún humano la pronuncia, cerramos los ojos o miramos hacia otro lado. Claude, que es un ser humano especial, se dio cuenta de ello una tarde en que yo intentaba tirar de él hacia un terraplén salpicado de botas viejas y desvencijadas. Es algo que nos encanta, morder el calzado viejo. Dennos unas zapatillas de cuadros que pertenecieron a sus abuelos y les seremos fastidiosamente fieles. Claude no quería que yo me ensuciara, pensamiento que le honra, por otra parte, así que tiró a su vez de la correa para impedírmelo, al tiempo que me gritaba repetidamente: ¡Yo soy el amo, Senador! ¡Ven aquí! Y cuando vio que cerraba los ojos la primera vez y que miraba hacia otro lado la segunda, comprendió que la palabra en cuestión me molestaba y no la volvió a pronunciar más. Ese es Claude. La delicadeza personificada. Y qué difícil debe ser mantener el equilibrio cuando se es un genio como él.

Bueno, ahora debo dejarles. Ha terminado el concierto. No es que me disguste Chopin, pero siempre preferiré a un Mahler o a un Brahms.

Sí, a los perros nos gusta Brahms. A alguien tenía que gustarle, ¿no?

Solismo: Revolucionaria doctrina filosófica contemporánea, ideada por el insigne y brillante profesor Claude Jouvert, cuyo principal axioma es: “Sólo sabemos lo que decimos cuando hablamos de nosotros mismos”.

El informe metereológico



El teléfono sonó una, dos y hasta tres veces. No parecía haber nadie en casa hasta que se oyó una suela de goma avanzando ruidosamente por el parqué. Cuando llegó a la fuente de aquel sonido tan poco usual en aquel salón, el hombre descolgó el auricular prudentemente, como si temiera destapar algún ignoto tarro de esencias.
  
“¿Dígame?”. Sabía que la voz le había salido ahogada y temblorosa, característica de una persona que últimamente apenas hablaba con nadie. Era una voz que hacía sentirse seguro y carismático al que la escuchara, por la elevada carga de inseguridad que transmitía. Sin embargo, la voz que respondió al otro extremo de la línea no parecía haberse dado cuenta de este hecho o, si lo había observado, probablemente había decidido no tenerlo en cuenta.

“¡Hola, buenos días!”. Era una agradable voz de mujer joven. La última vez que oyó algo parecido fue en 1979, cinco años antes, cuando fue asediado telefónicamente durante cerca de dos meses por una tenaz vendedora de enciclopedias. Todavía recordaba con cierta amargura el agresivo comentario de la vendedora cuando se presentó por sorpresa en la puerta de su casa, dispuesta a endilgarle sus dichosos libros como fuera, y él le ordenó con su aire más marcial y severo que le dejara en paz de una vez por todas o llamaría a la policía.

“Usted lo que es, es un burro sin cultura. ¿Qué piensa hacer con todos los ahorros que tiene? ¿Enterrarse con ellos? ¡Anda y que le aprovechen!” Aquello le había dolido. Que no le interesara adquirir una voluminosa enciclopedia no significaba en absoluto que despreciase la cultura. Claro que tenía libros en casa. Muchos más de los que aquella comercial hubiera podido venderle en toda su carrera. Pero sólo compraba los que le apetecía, y preferiblemente a libreros que conocía de antaño y que, como él, cumplirían los sesenta en 1.985. Le había dolido particularmente la reacción de aquella vendedora porque se había acostumbrado de alguna manera a su voz, muy agradable por teléfono, y aunque nunca había tenido intención de comprar las enciclopedias de marras, se había puesto al teléfono sólo por escucharla de cuando en cuando. La voz que acababa de darle los buenos días era por lo menos tan agradable como aquella.

“Buenos días, ¿qué desea?”

“Pues, es que no sé qué le va a parecer lo que le voy a decir...”
 “Dígame de qué se trata, señorita”. Encontraba grata aquella vacilación por parte de su interlocutora.
 Le ayudó a sentirse menos intimidado por la llamada y por verse obligado a conversar con un extraño.

“Pues a lo mejor le parece a usted una tontería, señor, pero llamaba para ver si me podía decir qué tiempo hace por allí. Verá, he abierto la guía telefónica de Santander por una página al azar, y me he dicho: Voy a preguntarle a un particular, que son los que mejor lo pueden saber. ¿Qué quiere que le diga? Yo con el telediario, es que no me entero”. La naturalidad con que la mujer elaboraba sus frases le había causado una sensación de irresistible hilaridad. No pudo evitar que se le escapase la risa y que ella la percibiera al otro lado del hilo telefónico.

“Perdone. Es que me parece tan espontáneo lo que ha dicho. A mí también me pasa. Quiero decir que yo tampoco me entero del tiempo cuando lo dan por la televisión”. Se notaba torpe al hablar, pero sentía una necesidad incontenible de hacerlo. Aquella voz, aquella espontaneidad, aquella juventud, le habían alterado el ritmo de lo que hubiera sido una jornada sin novedad, un día mas por tachar en su calendario de piensos compuestos, y quería que la sensación le abasteciera durante el mayor tiempo posible.

“Yo es que soy así, ¿sabe? Hablo como pienso. Lo largo todo. A veces las clientas me dicen que las atonto más hablando que con el ruido del secador”. De nuevo le sobrevino la risa, que se convirtió en carcajada diáfana y que convergió con la de ella, cristalina y tintineante, como si cada vez que dijera algo gracioso hiciera sonar campanas o arrancara estimulantes sonidos de un vibráfono. Se sentía tan bien hablando por teléfono que no parecía ser el mismo de siempre. Aquel aparato le daba tanto miedo. Lo había rehuido desde hacía tanto tiempo. Y ahora sentía un bienestar dentro de su pecho que le daba la impresión de haber expandido su caja torácica. No lo podía asegurar, pero incluso habría jurado que respiraba con menor dificultad.

“¿Así que es usted peluquera? Qué profesión tan importante. Sin ustedes, todos pareceríamos hombres y mujeres de las cavernas.” La ocurrencia de él volvió a hacer sonar las campanas de ella y a tintinear el vibráfono de su voz. Se sentía tan dichoso de haber hecho reír a otra persona. Él, que vivía en un mundo tan grave y serio. 

“Sí, tendría usted qué ver cómo nos vienen algunas y algunos. Pero bueno, como yo digo, una es estilista. ¿Y el estilista qué hace? Pues dar estilo, ¿no?”

“Sí, señorita, creo que esa es la mejor definición posible.” En aquel instante recordó cuál era el motivo de la llamada de la mujer y, antes de que ella le preguntara lo que con toda seguridad pondría fin a su conversación, se armó de valor y resolvió preguntarle cómo se llamaba.

“Por cierto, señorita, no me he presentado. Me llamo José Luis.”

“Encantada. Yo soy Marisa.”  Cualquiera que sea tu rostro, Marisa, se dijo mentalmente José Luis, que sepas que hoy has hecho que me sienta como si tuviera 20 años de los buenos, o 30 años de los mejores, o 40 de los superiores, y que aunque no volvamos a hablar en toda nuestra vida, has alegrado las facciones de este solitario anciano de 60.

“Oye, José Luis, se me olvidaba. Que es que me enrollo como las persianas. Dime qué tiempo tenéis por allí, anda.” José Luis miró a través del vidrio empañado de la terraza del salón y se preguntó cuál sería el tiempo más idóneo para su agradable interlocutora. Era una mujer de tiempo cálido, sin duda. Aquel día gris y lluvioso no debía ser para ella. No, señor. Si lo que deseaba eran unos días de vacaciones y descanso, mejor que buscara unas latitudes más cálidas. Aunque perdiera la oportunidad de conocerla.

“Fatal, Marisa. Llueve y hace un poco de frío.” Pero en este salón luce un sol esplendoroso, se dijo José Luis, y dentro de mí campa un anticiclón que tardará mucho tiempo en convertirse en borrasca.

“¡Bueno, qué se le va a hacer! Pues habrá que irse al Levante otra vez. Y mira que tengo ganas de ir a bañarme al Norte.”

“Aquí hay que venir en Julio, que es cuando hace mejor”.

“Pues yo, hasta agosto, no me puedo coger vacaciones. En fin, es lo que hay. Encantada de haber hablado contigo, José Luis. Si otro día decido ir por allí, te llamo para que me cuentes cómo hace, ¿no te importa?”
 
“Estaré encantado de contestar al teléfono, Marisa”. Antes de colgar, José Luis observó el aparato que había mantenido pegado contra su oreja durante al menos un cuarto de hora. No había nada de temible o catastrófico en aquel popular canal de comunicación. Devolviéndolo a su posición original, José Luis deseó que, a partir de ese momento, sonase todos los días, aunque sólo fuese un instante. A él, aquel sonido siempre le recordaría a una campana que tintinease de emoción o de alegría.