LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

sábado, 22 de febrero de 2020

UNA VELADA LITERARIA EN LA ACADEMIA WELTON DE ARÉVALO


 Ahora o nunca. Debes vivir en el presente,
lanzarte con cada ola,
encontrar en cada instante tu propia eternidad”.

Diario de Henry David Thoreau





El profesor John Keating (al que dio vida el inolvidable Robin Williams en “El club de los poetas muertos”) dejó ayer por la noche su huella imperecedera entre los muros de la Biblioteca de Arévalo, transformada para la ocasión en la Academia Welton de Vermont. Porque este docente que todos quisiéramos haber encontrado en nuestro camino regresa a la prestigiosa institución donde se formó para cuestionar algunos de los pilares en los que está fundamentada. Tradición, honor, disciplina y excelencia. Estas son las bases de la academia de élite que prepara a unos alumnos destinados a convertirse en figuras destacadas de las finanzas, el Derecho, la medicina o la ingeniería.
¿Pero qué ocurre cuando, en lugar de llenar la vasija de estas mentes juveniles con contenidos académicos se inflama una llama en su interior con ideales y nociones librepensadoras? ¿Qué sucede cuando alguien te susurra que las ideas y las palabras, no importa lo que te digan, pueden cambiar el mundo?


No leemos y escribimos poesía porque sea bonita. Leemos y escribimos poesía porque pertenecemos a la raza humana. Y la raza humana está llena de pasión. La medicina, la economía y el comercio son profesiones nobles y necesarias para la vida. Pero la poesía, la belleza, el amor y el romanticismo son lo que nos mantiene vivos”.




Ayer, durante la tertulia organizada por La Alhóndiga de Arévalo sobre “El club de los poetas muertos”, la mítica película que el australiano Peter Weir dirigió en 1989, tuvimos la oportunidad de acercarnos un poco más a los sentimientos de esos jóvenes estudiantes (Neil Perry, Todd Armstrong y compañía) que, en 1959, deciden resucitar una sociedad literaria clandestina, reuniéndose en una vieja cueva india para tratar de extraer todo el jugo a la vida, ayudados de una vieja antología poética, del humo de sus pipas y de las notas jazzísticas de un saxofón. Carpe diem. Esta es la exhortación del profesor Keating, al que los alumnos también pueden llamar “¡Oh Capitán, mi Capitán!”.

¡Coged las rosas de la vida antes de que se marchiten! No llegar al final de nuestra vida para descubrir que uno no ha vivido. Pero extraer el meollo a la vida no significa entregarse al hedonismo fácil ni está reñido con la prudencia. Hay un momento para cada cosa, y el que es inteligente sabe distinguirlo. Ayer no nos subimos a los pupitres de la biblioteca de Arévalo para ver las cosas desde otra perspectiva, pero la pantalla nos mostró a unos jóvenes estudiantes que sí lo hacían, inspirados por el resplandor que animaba la mirada de su profesor, el bueno de John Keating.

Me he subido a la mesa para recordarme a mí mismo que debemos mirar constantemente las cosas de una manera diferente. El mundo se ve distinto desde aquí arriba. Si no me creen, vengan a probarlo”.


Escuchamos la banda sonora de Maurice Jarre, emotiva, inquietante y elegiaca a partes iguales, conjugando los registros intimista y épico con esa maestría que el compositor de Doctor Zhivago y Lawrence de Arabia sabía hacer mejor que nadie. También leímos algunos versos de Walt Whitman, el “tío Walt” del profesor Keating, para encontrar nuestro propio verso y aprendimos a simplificar en el intento de hallar la serenidad de espíritu en los bosques de Thoreau. Incluso pudimos escoger el camino menos transitado que nos planteaba la encrucijada de Robert Frost. No arrancamos las páginas de ningún manual de poesía obsoleto, como sí hacían en la película o en la novela de Nancy H. Kleinbaum, escrita a partir del guion oscarizado de Tom Schulman, de la que se leyeron algunos extractos, pero los principios del “keatinismo” se fueron extendiendo por toda la sala, debatidos con creciente interés por los asistentes a la tertulia:

Cuando lean, no consideren sólo lo que el autor piensa, consideren lo que ustedes piensan”.


Terminamos la tertulia recitando el discurso de Puck, el duendecillo de “El sueño de una noche de verano”, con el que se cierra la obra de William Shakespeare que representa el alumno Neal Perry (interpretado por Robert Sean Leonard):


Si nosotros, vanas sombras, te hemos ofendido,
piensa nada más esto, y todo estará bien:
que te has quedado aquí durmiendo
mientras han aparecido esas visiones.
Y esta débil y humilde fantasía
no tendrá sino la inconsistencia de un sueño,
amables espectadores, no nos reprendan;
si nos conceden su perdón, nos enmendaremos.
Y a fe de honrado Puck,
que, si hemos tenido la suerte
de escaparnos ahora del silbido de la serpiente,
procuraremos corregirnos rápidamente;
de lo contrario, llamen a Puck mentiroso.
Entonces, buenas noches a todos.
Denme sus manos, si es que somos amigos,
y Robin los recompensará como merecen.



Vermont Academy, Saxtons River, Vermont - Licencia: Mmcardle





jueves, 6 de febrero de 2020

HASTA SIEMPRE, MR. DOUGLAS







Amigo Kirk:

Al amanecer, como si fuera todavía producto del sueño o un jirón de pesadilla, me he enterado por los periódicos de que ya no estás físicamente entre nosotros. Sé que hace tiempo que tenías un pie en el monte Olimpo de los Inmortales del Cine, al que perteneces por derecho propio desde que gritabas en exteriores rodados en España: “¡Yo soy Espartaco!”


Tu admirable longevidad casi me convenció de que ibas a vivir para siempre, como sucede con todos los maravillosos personajes de celuloide que creaste de la nada. Has recorrido un largo camino, querido Issur Danielovitch Demsky, pues tal galimatías fue el nombre que recibiste al nacer, y puede afirmarse en voz alta que el Séptimo Arte nunca habría sido lo que fue sin tu imprescindible presencia. Tan solo unas líneas no bastan para dar cabida a todo mi agradecimiento por ese espíritu aventurero, entusiasta y alegre que nos transmitiste a través de aquellas películas del Hollywood clásico, pero te ruego las aceptes como un anticipo de futuros homenajes a tu talento.



Fuiste un sólido Ulises de Ítaca, un loco de pelo rojo llamado Vincent Van Gogh, el esclavo libertado y libertador Espartaco, el consumido jugador de póker Doc Holliday, el valiente marino Ned Land, el temible jefe vikingo Einar y un trompetista obsesionado por el sonido perfecto. También pasaste dos semanas en otra ciudad, la mítica Roma, encontrándote a ti mismo mientras ayudabas a Edward G. Robinson a enderezar una película dentro de otra película. Te pusiste bajo la sombra de un gigante en Israel y contemplaste el último atardecer junto a Dorothy Malone, tras siete días de mayo y una primera victoria. ¿Y recuerdas cómo desenfundaste tu revólver ante el cantante Johnny Cash? Solo podía quedar en pie uno de los dos en aquella plaza de toros donde tuvo lugar el gran duelo. ¡Y qué gracioso estuviste oficiando de abogado con yate propio para tres herederas, en una de tus escasas incursiones en la comedia! El número tres parece repetirse en tu carrera cinematográfica: Carta a tres esposas, que rodaste a las órdenes del intelectual Mankiewicz; Tres amores, que te permitió subirte a un trapecio con la dulce Pier Angeli; e incluso Saturno 3, donde te asomaste al espacio exterior con Farrah Fawcett, ex Ángel de Charlie.





Atravesaste senderos de gloria y libraste un duelo de titanes para defender la libertad de expresión, blanqueaste la Lista Negra de Hollywood e hiciste un pacto de honor en la pradera sin ley de la industria cinematográfica. No obtuviste por ello ningún Oscar, solo tres nominaciones y un premio honorífico de la Academia, de los que se dan a destiempo, con vergüenza y mala conciencia por no haberlos concedido en su momento a una estrella de cine ejemplar. Sin embargo, al contrario del título de una de tus primeras películas, en la que interpretabas a un campeón de boxeo, nunca fuiste un ídolo de barro. Siempre mantuviste el compromiso con la intensidad interpretativa y poseíste un fino olfato para detectar los guiones más prestigiosos de tu época. Si no, que se lo pregunten a Vincente Minnelli, Elia Kazan, King Vidor o Richard Fleischer, que tuvieron la gran suerte de dirigirte en alguna de sus mejores películas.

Aunque te hayas ido de estas latitudes terrenales, sé que no andas muy lejos, amigo Kirk. A lo mejor solo has ido a esperar el último tren de Gun Hill o te has subido de nuevo al Nautilus para recorrer otras 20.000 leguas de viaje submarino de la mano de Walt Disney. Incluso puede que solo hayas emprendido un retorno al pasado, tal vez a bordo del barco inmerso en un bucle temporal que comandabas en El final de la cuenta atrás. Al término de este gran carnaval que es la vida, puedes descansar en paz por haber ofrecido tu mejor interpretación ante el auditorio del mundo. Nunca serás uno de esos hombres olvidados ni tampoco caminarás solo. Los valientes andan solos, como le ocurría a tu personaje del cowboy anacrónico que trata de sobrevivir en un oeste en vías de extinción, pero un valiente como tú, el hijo del trapero que se elevó sobre la posición social que le había tocado en suerte hasta dejar una huella imperecedera en los espectadores de todo el mundo, jamás será un extraño en nuestra vida.