LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

sábado, 22 de diciembre de 2012

Tiéndeme una cuerda, hermano



Asomado al balcón, dejó caer atados a una cuerda los dulces que aquella Navidad, por decisión propia, se abstendría de comer hasta que en el horizonte ya invernal volviese a brillar una luz repartida equitativamente entre todos. Mientras veía descender lentamente los suculentos productos navideños, escuchó un siseo parecido al que él emitía y, levantando la vista, contempló al vecino de enfrente hacer lo mismo, con la única diferencia de que las viandas atadas a su cuerda eran embutidos surtidos. Ambos se miraron a los ojos y sonrieron al descubrir una faceta en el otro que jamás habrían sospechado. En aquel momento llegó a oídos de los dos otro siseo procedente del bloque de la izquierda y se volvieron al unísono para contemplar lo que ya suponían, seguido de un nuevo siseo surgido del edificio de la derecha. Regalos sin abrir, quesos aún no partidos en rodajas, piñas de cuerpo entero, melocotones en lata y turrones tanto duros como blandos fueron cubriendo gradualmente las fachadas de todas las casas de la manzana hasta bien entrada la madrugada.

Un mendigo que dormía al raso se despertó de repente y, al ver los edificios tapizados con cuerdas cargadas de alimentos y regalos, creyó que acababa de amanecer en el Paraíso.      

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Crónicas de un comercial en Marte


Todo empezó porque no sabía alemán. Mi madre siempre me había animado a estudiar idiomas. “Te llevarán lejos”, me decía. Lo que diría si supiese lo lejos que me ha llevado no saber hablar una de las lenguas que se empeñaba en que aprendiera. No podía evitarlo. Era superior a mí. Cada vez que escuchaba a alguien hablando alemán, me decía: “Antes aprendería marciano”. De hecho, cuando veía películas de ciencia ficción, el idioma empleado por los alienígenas de turno me resultaba más inteligible, más intuitivo, que la dichosa lengua germánica. Esto lo cuento para explicar el extraño rumbo que adoptaría mi vida poco después. Bueno, pues como no hablaba alemán ni tenía ninguna aptitud para aprenderlo y este idioma se convirtió en indispensable para encontrar trabajo en la España del año 2013, empecé a considerar otras posibilidades profesionales. Me llegaron varias ofertas de países europeos, que enumero a continuación:

-Aprendiz de Bobby londinense para emergencias por niebla. Me faltaban 10 cm para la altura reglamentaria (no paso del 1,63) y el casco me estaba grande. Además, con tanta niebla no me orientaba y acababa resbalando en el césped (todo era césped, por cierto). Una vez me metí en el jardín trasero del 10 de Downing Street y … ¿Para qué contar más?

-Segundo ayudante de farero en las Tierras Altas de Escocia. La faldita de kilt que llevaba puesta no calentaba nada, subir la escalera de caracol del faro me daba más vértigo que a James Stewart en la película homónima y la humedad era incompatible con mi naturaleza friolera. Además, me vi tantas veces Rob Roy y Braveheart (las únicas películas en dvd que tenía por allí el farero. Al primer ayudante jamás le vi el pelo) que acabé por aprendérmelas de memoria.

-Barquero-barítono de la Grotta Azzurra de Capri. La isla era preciosa y el clima ideal. El idioma, melifluo y la gente encantadora. Lamentablemente, mi voz no daba la talla y la entrada a la gruta me provocaba claustrofobia. Capri c’est fini!

-Pelador de cebollas para un restaurante especializado en sopa de cebolla en Bruselas. Lloraba todo el día como una magdalena. Para más inri, las coles se me indigestaban. Traté de presentarme a la oposición de euro-funcionario, pero me faltaba saber un segundo idioma y tenía los ojos demasiado acuosos para concentrarme en el estudio. Au revoir!

-Catador de quesos de bola. Ésta me llegó desde Holanda. Al principio muy bien, aunque todo me olía indistintamente a queso, la verdad. A las dos semanas, había engordado tres kilos. Entonces me ofrecieron trabajar como tintorero de tulipanes pero la alergia me impidió seguir en el puesto más de 6 días.

-Imitador del sonido de los relojes de cuco. Muy pintoresco al principio, sobre todo cuando estaba en el taller. Lo malo es que cada vez que me iba a pasear al campo (en Suiza casi todo es campo o montaña) y me ponía a silbar el sonidito de marras, me seguía a todas partes alguna hembra de cuco. Finalmente lo dejé para no pasarme de vueltas.



Cansado de recorrer Europa sin asentarme profesionalmente, contesté a una oferta de la NASA en la que pedían “gente con ganas de trabajar y ver mundo”. Como en ninguna parte de la solicitud se indicaba que hiciese falta saber alemán, chino o cualquier otro idioma impenetrable, accedí. Con el inglés americano no tenía problemas (eso sí, mi acento era parecidísimo al de John Wayne, ya que me había visto millones de veces sus películas del oeste en versión original), aunque bastaba saber español. No en vano, la oferta venía de Estados Unidos, donde el porcentaje de población hispanoparlante es lo suficientemente alto como para no preocuparse de si te lograrás entender en inglés o no.

Bueno, pues ahí arriba que me fui con un equipo integrado por seis españoles, tres portugueses, cuatro griegos y un italiano. Cuando digo arriba, quiero decir arriba. Ya sabéis, el espacio exterior y todo eso. Se trataba del primer vuelo tripulado con fines comerciales a Marte. ¡Qué emoción sentí! Mi primer trabajo fijo, y sin tener que saber alemán. Los marcianos son gente algo retraída al principio pero, en cuanto te los ganas, responden estupendamente. Me entiendo con ellos a las mil maravillas. Vamos por parejas, les dejamos un folleto y, si les interesa lo que ofrecemos, nos lo indican por telepatía. Ni os imagináis lo que se ahorra uno en teléfono.

En fin, os dejo, que aquí en Marte, hay mucho trabajo que hacer. La verdad, por ahora no tengo ni pizca de ganas de volver a España. Saludos desde Marte. Mamá, ya ves lo equivocada que estabas. Un beso para ti y otro para papá. ¡Ah, y gracias por la longaniza que me mandaste la semana-luz pasada!          

viernes, 7 de diciembre de 2012

Heracles se emplea a fondo


Hércules se limpió el sudor de la frente al ver la abrumadora fila de personas que tenía delante. ¿Acaso buscaban todas ellas el vellocino de oro? Mientras esperaba su turno, sacó unos documentos de la piel de león que le ceñía el cuerpo. El certificado de vida laboral, expedido en Micenas por su tío Euristeo, comenzaba con su primer trabajo en Nemea y terminaba refiriendo aquel viscoso asunto del can Cerbero en los Infiernos. Le habían aconsejado adjuntar una fotografía al CV, así que se había traído consigo dos lienzos: el que le pintó Pollaiuolo luchando contra la Hidra de Lerna y otro que le hizo Zurbarán, inmortalizado tal y como vino al mundo en pleno acto de asfixiar al felino de Nemea. Si le pedían referencias, Jasón o Atenea no tendrían inconveniente en escribirle una carta de recomendación. Hasta que le saliese algo, su compañero de hazañas Yolao le había ofrecido la vacante que ocupaba Teseo en “Viejas Glorias S.L.”, la empresa de mudanzas donde trabajaba. Nada muy mítico, claro está, pero suficiente para salir del paso. Como el fuego extinguido por el agua, Hércules sintió que su fuerza se debilitaba al ver su nombre sobre la tarjeta sellada.