LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

miércoles, 17 de marzo de 2021

Digo que es mi casa (My House, I Say), un poema de Robert Louis Stevenson

 

Digo que es mi casa, pero escuchad a las alegres palomas

que convierten mi tejado en escenario de sus arrullos,

que se acurrucan en torno al gablete durante todo el día

y llenan las chimeneas con su canto melodioso.

 

Nuestra casa, dicen ellas. Y la mía, afirma el gato

mientras esparce su dorado pelaje sobre las sillas.

Y otro tanto dice el perro, irguiéndose furioso

si cualquier pie extraño profana el sendero.

 

Y el corzo que podaba mis jardines,

nuestro antiguo jardinero, hacía suyas estas posesiones;

mas ahora, ya derrocado, vigila mi humilde morada

y su reino de antaño, tan solo desde la carretera.

 

©Versión de Ricardo José Gómez Tovar

 

 


 

My house, I say. But hark to the sunny doves

That make my roof the arena of their loves,

That gyre about the gable all day long

And fill the chimneys with their murmurous song:

Our house, they say; and mine, the cat declares

And spreads his golden fleece upon the chairs;

And mine the dog, and rises stiff with wrath

If any alien foot profane the path.

So, too, the buck that trimmed my terraces,

Our whilom gardener, called the garden his;

Who now, deposed, surveys my plain abode

And his late kingdom, only from the road.

 

domingo, 14 de marzo de 2021

LA FRASE TERMINADA DE WALTER MITTY

 

Hay un relato de James Thurber, padre literario del Walter Mitty de celuloide que va a asomarse a estas páginas, que habla de una mujer llamada Dorothy aficionada a terminar las frases de las personas con quienes se relacionaba. Este hábito no contribuía precisamente a la popularidad de la joven, ya que unas veces acertaba de pleno, pero otras muchas se pasaba de lista, aportando una información que el sorprendido/indignado interlocutor ni siquiera había considerado introducir en la conversación. No sé si el Walter Mitty de letra impresa habrá entablado amistad con esta resabiada completadora de frases con la que comparte volumen, pero el Walter Mitty cinematográfico, a quien presta su físico desgarbado el gran Daniel Kaminsky, conocido para la posteridad y en el Olimpo hollywoodiense como Danny Kaye, tampoco lo tenía nada fácil a la hora de expresar sus propias opiniones, ya fuese en el entorno laboral o en el familiar. Nuestro amigo Walter, un editor de novelas pulp de portadas a cual más efectista, es un volcán de fantasía a punto de estallar. Ante la grisura de los quehaceres diarios, la conducta autoritaria de su futura novia y la mediocridad de sus superiores de la editorial Pierce Publishing, que se apropian de sus sugerencias sin que él pueda decir ni pío, este hombre tranquilo, que acostumbra a dar de comer a las palomas desde el alfeizar de la ventana de su despacho, no tiene otra alternativa que accionar todo un engranaje de escenas escapistas en las que él actúa como protagonista absoluto.

 


El sonido de la claqueta se transforma entonces en un obsesivo pocketa, pocketa que introduce cada una de las nuevas aventuras en las que Walter se ve involucrado. Un capitán de barco en medio de una feroz tempestad, un aguerrido piloto de la RAF o un médico que exhibe nervios de acero frente a una operación de alto riesgo son sólo algunas de las proyecciones en Technicolor de Walter Mitty, ese ser apocado a quien todos tratan de gobernar a su antojo como si fuese una personalidad invisible, aludiendo a sus nervios delicados, a su falta de memoria o a su comportamiento en apariencia estrambótico. La vida secreta de Walter Mitty es la única vida auténtica que puede vivir un personaje que, acusado de soñador, es objeto de burlas constantes por parte del primo de su prometida (un patán con quien ésta parece hacer buenas migas) e incluso es enviado a la consulta de un psiquiatra de aspecto tan siniestro como Boris Karloff (en clave de autoparodia) y está a punto de perder su “otra vida”, la que no sucede en el plató de sus ensoñaciones, en una madeja de intrigas de espionaje internacional con rubia incluida.

 


El actor protagonista de La vida secreta de Walter Mitty (The Secret Life of Walter Mitty) inolvidable película producida por Samuel Goldwyn y dirigida por Norman Z. McLeod en 1947, repetiría en más de una ocasión el fenotipo de hombrecillo soñador, tímido, afable, nervioso e hipocondriaco que tan bien se ajustaba a su peculiar fotogenia. Dos años antes, en Un hombre fenómeno (The Wonder Man), había interpretado al hermano bibliotecario de un artista de nightclub a quien éste, tras ser asesinado por unos gángsters, se le aparecía en Prospect Park para pedirle que asumiera su identidad. También allí compartía honores estelares con Virginia Mayo, encantadora actriz que sería su más asidua partenaire (coincidieron en cuatro películas: las ya citadas, El asombro de Brooklyn (The Kid from Brooklyn, 1946) y Nace una canción (A Song is Born, 1949).

 

En el preciso momento en que a Walter Mitty se le permite terminar una frase, su vida empieza a cambiar. El director de la editorial le respeta, su madre deja de tratarle como a un crío y, lo que es más importante, consigue a la chica de sus sueños, Rosalind van Hoorn, esa misteriosa rubia que se le aparece en los lugares más insospechados. El talento prodigioso de Danny Kaye es el verdadero artífice del éxito artístico de esta inolvidable comedia que logra la proeza de convertir un relato bastante soso de apenas siete páginas en una obra maestra del cine. Dicho mérito también es atribuible al espléndido guion firmado por Ken Englund y Everett Freeman, que introduce atractivos elementos de aventura en el argumento a través de unas joyas holandesas codiciadas por los nazis. En definitiva, La vida secreta de Walter Mitty es una delicia para los nostálgicos de una manera de hacer cine cada vez más añorada. Como diría el propio Walter, pocketa, pocketa, empieza la proyección…





martes, 23 de febrero de 2021

LA CONDESA DE HONG KONG, TESTAMENTO CINEMATOGRÁFICO DE CHARLES CHAPLIN

 

En su última película, estrenada en 1967, el gran Charles Chaplin dibuja un personaje femenino inolvidable: la condesa Natasha, una refugiada rusa que se gana la vida como acompañante en las salas de baile de Hong Kong. El hecho de que la aristócrata venida a menos esté encarnada por la simpar Sophia Loren, y que ésta forme pareja con otro monstruo del cine, el impenetrable Marlon Brando, convierte a “La condesa de Hong Kong” (A Countess from Hong Kong) en una película de recuerdo imborrable.



Chaplin dota a este film rodado a finales de los años sesenta de una pátina de comedia de los años treinta o cuarenta, y lo consigue gracias a varios recursos. En primer lugar, insertando la película en el espacio temático de una travesía a bordo de un crucero (con polizón incluido), subgénero muy popular en la edad dorada de Hollywood. Además, el maestro del cine mudo añade diversas escenas que imitan el cine silente, como las protagonizadas por el mayordomo del diplomático (interpretado por el actor Patrick Cargill) o las cómicas andanzas del camarero borrachín encarnado por el propio Chaplin. Por último, la banda sonora del film, compuesta por el director británico, cuyo tema central “This is My Song” sería versionado por medio mundo, tiene un regusto encantadoramente anticuado (al parecer, Chaplin compuso la canción a finales de los años 20), totalmente ajeno a la “modernidad” de la música de 1967.

 


Por encima de todo, La condesa de Hong Kong es una comedia romántica sofisticada que nos presenta a una pareja bastante improbable: el diplomático norteamericano Ogden Mears (al que da vida un Marlon Brando en su registro más taciturno, muy alejado de la jovialidad que desplegó en dos de sus papeles cómicos anteriores, en las espléndidas La casa de té de la luna de agosto y Dos seductores), que regresa a Estados Unidos tras su estancia en Arabia para seguir adelante con una brillante carrera, y la condesa Natasha (extraordinaria Sophia Loren, a la que Chaplin permite que realice algunas “payasadas”, especialmente a cuenta del pijama de Marlon Brando y de la ropa holgada que éste le compra a la maggiorata italiana en la tienda del barco), quien se embarca como polizón para dejar atrás un pasado difícil. Ambos personajes deberán compartir el camarote de Ogden para evitar que Natasha sea descubierta, y para ello contarán con la inestimable colaboración del fiel Harvey (muy bien encarnado por Sydney Chaplin, hijo del director). Por si no hubiera suficientes complicaciones, Martha, la esposa de Mears (interpretada por Tippi Hedren) también entra en escena con el propósito de reconciliarse con un marido del que está distanciada.    

 


La condesa de Hong Kong, comedia rodada enteramente en los estudios británicos Pinewood, ofrece múltiples aciertos que desdicen el fracaso de crítica y público con que fue acogida en el momento de su estreno. Al parecer, solo las ventas del mencionado single “This is My Song” lograron cubrir los gastos de la producción. La comicidad del film está asegurada gracias a las divertidas escenas de enredo que articulan la película, con timbres que suenan y puertas que se abren y cierran continuamente dentro del camarote, así como mediante la hilarante farsa de matrimonio en la que es obligado a participar el perplejo mayordomo o el malentendido con la pasajera enferma del crucero, que es confundida por el propio capitán del navío con la anciana actriz inglesa Margaret Rutherford. Poco importa que la playa de Waikiki y otros exteriores hawaianos hayan sido sustituidos por coloridos decorados, puesto que Chaplin, a sus 78 años, sigue manejando como un auténtico experto los mecanismos de la comedia.



 

“La condesa de Hong Kong” es el digno testamento cinematográfico de un genio indiscutible que ya no tenía nada que demostrar en el ocaso de su carrera. El creador del inmortal Charlot dijo en una ocasión que “Al final, todo se reduce a un gag”. Su última película está repleta de ellos y transmite una alegría de vivir que encaja perfectamente con la filosofía que destila otra de sus máximas más universales:


Un día sin risas es un día desperdiciado”.