Las urracas y los mirlos llegaron antes que yo. Correteaban
con ímpetu primaveral sobre la tierra húmeda y el fragante césped que rodeaban el
montículo donde se erguía la estatua, mientras absorbían los deliciosos aromas que
el reciente chaparrón había destapado de su tarro de esencias. Respetando el
juego de las plácidas aves, me acerqué con paso cauteloso hasta ellas. Ignoro
si conocían el nombre del personaje que aparecía representado en el todavía
goteante bronce verdoso, pero de algún modo parecían haberse sentido atraídas
por su magnético romanticismo. Detrás de la estatua de Pushkin, a modo de hermoso
marco natural, florecía un esplendoroso almendro. Entonces abrí mi ejemplar de Eugenio Oneguin, la gran novela en verso
a la que puso música de ópera el mismísimo Chaikovski, y busqué ansioso la
dedicatoria que Alexander Pushkin escribió a su amigo Pedro Aleksandróvich
Pletnev:
“Acepta, con ánimo
benevolente, esta colección de capítulos tan dispares, mitad cómicos, mitad
tristes, populares, espirituales, fruto descuidado de mis diversiones,
insomnios, vagas inspiraciones, frías observaciones de mi cerebro y amargas
decepciones de mi corazón; fruto de mis años marchitos antes de florecer”.
Estatua de Pushkin en el jardín de la Quinta de la Fuente del Berro, Madrid |
No podía imaginar un mejor lugar de reposo que aquél
para el poeta romántico ruso. Algo me decía que no murió en aquel duelo de
honor en el que se batió en un gélido día de enero de 1837, a imitación de Lenski,
uno de los personajes de su inmortal novela, por defender el honor de su dama. Ahora
sabía que Pushkin, lejos de marchitarse, se había transformado en una estatua
de vergel, en un imán literario para pájaros juguetones a los que seguramente les
habría gustado leer sus versos. Cerré el volumen despacio, para no asustar al encantador
mirlo que revolvía la tierra a tan sólo unos centímetros de donde yo me
hallaba, y sonreí emocionado al ver florecer al unísono el árbol y el espíritu de
un artista eterno.