LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

viernes, 20 de diciembre de 2019

LA BONDAD DE ELWOOD


Hay historias que van mucho más allá de las apariencias, películas cuyo argumento podría despacharse con el fácil recurso a unas conjeturas obvias, apresuradas y totalmente erróneas, pero cuyo mensaje esencial discurre por vericuetos de intensa profundidad. El invisible Harvey (Harvey, 1950), es una de ellas. Una visión superficial de esta maravillosa película, adaptación a cargo del alemán Henry Koster (1905-1988) de la célebre obra de teatro de Mary Chase, galardonada con el Premio Pulitzer en 1945, podría ofrecer esa falsa impresión a quien se acerca por primera vez a ella. La presencia del personaje invisible que da título a la obra, un tal Harvey, sempiterno acompañante del protagonista del film, Elwood P. Dowd, al que insufla vida James Stewart, podría explicarse sencillamente por la afición de este último a la bebida. Un conejo blanco de algo más de 2 metros de altura apoyado contra una farola. También podría ser un elefante, y así la narración se atendría más fielmente al tópico de las alucinaciones derivadas del alcoholismo, pero no es así en este caso. La película de Koster nos habla de un enorme conejo blanco a quien el protagonista, como él mismo confiesa, conoció después de una noche de borrachera con unos amigos. Pero hay algo que diferencia a Elwood P. Dowd de un simple borrachín: su bondad manifiesta, que se posa en todos y cada uno de los seres con quienes tropieza, y a los que, sin reparar en su aspecto o clase social, tiende una mano amiga en forma de tarjeta de visita. Elwood no es un dipsómano ni tampoco un loco, como pudiera pensarse tras una mirada convencional. Es un ser que se ha ganado la amistad de sus conciudadanos gracias a su práctica constante de la bondad, un hombre inteligente y afable que ha decidido tomar al pie de la letra el consejo materno y transformar su vida y, de paso, las de los demás:


En este mundo, puedes ser o muy listo o muy bondadoso. Durante años, fui muy listo. Recomiendo ser bondadoso”. 


Y es que Elwood P. Dowd, al que presta su natural bonhomía el genial James Stewart, ha conseguido “vencer la realidad tras luchar con ella a brazo partido durante 35 años”. Sus vecinos se han acostumbrado a verle pasear por las calles de la localidad con un sombrero sobre la cabeza y otro en la mano (el segundo, perforado con dos agujeros a la medida de las puntiagudas orejas de un conejo). Los diálogos que entabla con Harvey (al que nadie más parece ver) no hacen daño a nadie. Al contrario, animan el ambiente de cualquier bar en el que entren, haciendo que los parroquianos sonrían mientras descargan sus emociones negativas en alegre cháchara y se iluminan contando los grandes sueños que tal vez nunca lleguen a concretar. Dowd y Harvey forman un tándem benéfico para la comunidad. Pero el bueno de Dowd no vive solo. Aunque es el heredero de la casa y la fortuna de una generosa tía, comparte la vivienda con su hermana Veta Louise (interpretada por la estupenda veterana Josephine Hull) y la hija de esta, Myrtle Mae. La vida social de la apocada sobrina de Elwood no se ve precisamente favorecida por las “excentricidades” de su tío, quien se empeña en presentar a su querido amigo invisible a cuantos visitantes ponen el pie en la mansión familiar. Esta circunstancia incita a Veta a intentar recluir a su hermano en una institución mental, a pesar de que, como ella misma reconoce, en ocasiones también ha creído ver a ese conejo blanco supuestamente imaginario, y sin probar ni una sola gota de alcohol. El objeto de la conspiración no solo no se muestra reacio a acompañar a su hermana al sanatorio, sino que colabora voluntariamente, siguiendo una de sus máximas:


Siempre me lo paso estupendamente, donde quiera que esté y con quienquiera que me encuentre”.





Nada extraña ni supone motivo de enojo para el bondadoso Elwood, sobre quien la bebida no ejerce efectos hostiles y cuyo corazón puro desea establecer amistad sincera con taxistas, porteros, camareros, e incluso con los facultativos de la institución donde le pretenden encerrar para siempre. Una breve conversación con el señor Chumley, el director del sanatorio, basta al “eminente” psiquiatra para darse cuenta de que su futuro paciente no alberga muchos más gramos de locura en su interior que los que pueda abrigar él. De hecho, tras compartir una ronda de bebidas en el bar Charley’s, a donde Chumley ha acudido para tratar de “echar el lazo” a ese paciente que acaba de escapársele a su subordinado más inexperto, el doctor Sanderson, será el propio psiquiatra quien comience a notar que Harvey no es tan invisible como pensaba. Es más, incluso le agradaría que Elwood no tuviera inconveniente en prestarle a su puka durante un tiempo. Pero Elwood está protegido por ese duende en forma de animal que le acompaña desde su encuentro bajo la luz de la farola. Ahí es cuando empieza a entrar en escena el poder mágico del puka, el ser feérico de la mitología celta que es “amigo de borrachos y chiflados”, un duende benigno pero con una vena traviesa y la curiosa facultad de poder detener los relojes. Así, lo que parecía una simple alucinación generada por el delirio alcohólico adquiere una clara presencia física en la última parte del film (Harvey abre puertas, añade un párrafo personalizado a la definición de “puka” que el enfermero Wilson está leyendo en una enciclopedia e incluso cambia de sitio el monedero de Veta para evitar que su hermano reciba una inyección de una especie de “vacuna contra la locura”). Al final, la bondad de Dowd queda preservada, pues tanto su hermana como su sobrina prefieren que siga siendo el mismo Elwood de siempre (aun cuando eso signifique aceptar la presencia de Harvey) a que se convierta en un ser humano “normalizado” a través de la medicación.


No es ésta la primera vez que Henry Koster dirigía una película con el trasfondo de un personaje sobrenatural. En The luck of the Irish (1948), el periodista norteamericano Fitzgerald (Tyrone Power) se encontraba con un duende irlandés, un leprechaun interpretado por Cecil Kellaway, mientras que en La mujer del obispo (1947), el elegante ángel Dudley, encarnado por Cary Grant, ayudaba a un atribulado David Niven a poner orden en su vida conyugal. En ambos casos, al igual que sucede en El invisible Harvey, el personaje fantástico era el causante de una serie de cambios necesarios para armonizar la trayectoria vital de los protagonistas. Los tres títulos, vistos por separado o en conjunto, integran una valiosa trilogía cinematográfica que propone un antídoto de humanismo y refinado humor contra el racionalismo científico.   


Si hubiese que elegir una escena de El invisible Harvey, nos quedaríamos tal vez con ese mágico momento en que Elwood, tras desempaquetar un cuadro donde aparecen representados él y su amigo, el puka, lo deposita sobre la repisa de la chimenea para su satisfacción. El espectador no puede evitar preguntarse quién lo habrá pintado. ¿Alguien que también veía a Harvey? Todo es posible en los dominios de la bondad.

domingo, 8 de diciembre de 2019

La Diligencia pasa por Arévalo

John Wayne

El próximo viernes 13 de diciembre, a las 20:30, en las tertulias de “La Alhóndiga” se proyectará una de las mejores películas de la historia del cine: La diligencia, de John Ford. Este magnífico western realizado en 1939 marcó un antes y un después en la historia del género y rescató a su protagonista, un todavía desconocido John Wayne, del rutinario territorio de los westerns de serie B para lanzarlo al estrellato hollywoodiense.

Si el Far West estaba de capa caída a finales de los años 30, John Ford lo revitalizaría con este film extraordinario que sentó las bases de las películas del oeste tal como hoy las conocemos, y lo hace con una puesta en escena modélica, transmitiendo dinamismo sin necesidad de emplear movimientos de cámara vertiginosos y con una fotografía que aprovecha al máximo las posibilidades expresivas del claroscuro y nos muestra tanto interiores con techos bajos (de gran influencia sobre Orson Welles y su ópera prima Ciudadano Kane) como grandiosos exteriores que resaltan la belleza natural del Monument Valley.




Por si fuera poco, la película también ofrece un penetrante estudio de personajes ya que, en el espacio cerrado de esa mítica diligencia que atraviesa los áridos paisajes del suroeste de Estados Unidos, cabe todo un microcosmos habitado por personajes marginados que demuestran una intensa nobleza de corazón y ciudadanos “respetables” que esconden un as debajo de la manga o menosprecian a quienes no pertenecen a su misma clase.

Tanto si la visteis hace tiempo como si aún no la habéis visto, aún quedan plazas libres para embarcar en La diligencia, a su paso por Arévalo. Yo que vosotros, forasteros, no me perdería la ocasión de pasar un rato inolvidable junto a John Wayne y compañía. Ochenta años no son nada para este oscarizado clásico de John Ford que se mantiene tan joven hoy como el día de su estreno.  

domingo, 1 de diciembre de 2019

MY FOOLISH HEART (MI LOCO CORAZÓN, 1949)


Son muchas las veces en que los escritores, tras alcanzar la fama, adquieren un punto de soberbia y se muestran caprichosos al visionar los resultados de las películas que se han filmado a partir de sus historias. El caso de J. D. Salinger y la película que nos ocupa, Mi loco corazón (My Foolish Heart, 1949), es uno de los más célebres. Al parecer, esta muy estimable producción de Samuel Goldwyn interpretada por unos Susan Hayward Dana Andrews en estado de gracia, dirigida con delicadeza por Mark Robson, adaptada por Julius J. Epstein y Philip G. Epstein (responsables del guion de Casablanca) y aderezada con una banda sonora a cargo de Victor Young, en la cual brilla con luz propia el imperecedero tema My Foolish Heart, del que se grabarían incontables versiones, no gustó nada al autor de El guardián entre el centeno y fue la causa de que no autorizara que se hicieran más adaptaciones a la pantalla de sus obras con su nombre en los créditos.




El relato Uncle Wiggily in Connecticut condensa en su breve espacio el deprimente encuentro entre dos amigas y antiguas compañeras de estudio, Eloise y Mary Jane, que pondrá de manifiesto, a través del mecanismo de los recuerdos y la ingesta de numerosos martinis, el estado de infelicidad en el que vive la primera tras la muerte de Walt Dreiser, el vitalista soldado que conoció antes de la guerra. Esta base argumental se transfiere a la pantalla casi intacta, pero con la diferencia de que, en lugar de la desolación que impregna el relato, la película está barnizada de un aura de romanticismo que, sin escatimar lágrimas a los espectadores más sensibles, logra elevarnos hasta un terreno más idealista, muy propio del Hollywood de los años 40, desde el que somos capaces de percibir con más claridad y comprensión la tragedia del personaje central.



Era una buena chica (I was a nice girl, wasn’t I?)”, afirma en flashback la atormentada Eloise Winters (inolvidable Susan Hayward en su registro más sensible), la pizpireta muchacha de Idaho que tuvo la suerte o la desgracia, según se mire, de acudir a una fiesta organizada por una compañera de clase. Porque allí le esperaba una cita con el destino, representado con los rasgos varoniles y serenos de Dana Andrews (Walt Dreiser). Dos personajes que se conocen poco tiempo antes del bombardeo de Pearl Harbor, se enamoran y, al igual que les ocurrió a tantas parejas de la época, deben separarse después. Walt es un tipo campechano que tiene la virtud de hacer reír a Eloise incluso por carta. Como afirma la heroína de la película: “No es que pretenda hacerse el gracioso. Es que es gracioso”. A pesar de vivir en una habitación cuyo fregadero no conoce el orden, de contar con pocos medios económicos y de vestir un uniforme que le está demasiado grande, Walt se muestra como el enamorado ideal para la joven Eloise, heredera de una acomodada familia del Medio Oeste e idolatrada por su padre (el siempre estupendo Robert Keith). Cada vez que la Hayward se lastima o se queja de alguna situación, Andrews siempre le replica irónicamente: “`Pobre tío Wiggily”, aludiendo a las historias infantiles del conejo homónimo, y a la frase que le servía de escarmiento cada vez que se hacía daño tras cometer una travesura.



Pero Walt, el soldado, no se muestra tan optimista ante el futuro que le espera al ser reclutado. Sabe que es solo un número dentro de una escuadrilla, dentro de una división, dentro de un ejército que pronto será enviado a ultramar, por lo que no puede esperar nada ni ofrecer un futuro a su novia. No sabe siquiera si volverá. Así pues, lo único que puede hacer es vivir el tiempo presente (el único real para él y Eloise) como si no existiese nada más. Aunque su propósito inicial cuando conoció a Eloise era divertirse con ella, sus sentimientos han ido adquiriendo profundidad durante la relación, y así se lo hace saber a la joven en la emotiva carta que le garabatea sobre el fuselaje de un avión, a punto de embarcarse para un destino incierto, misiva que le arrancará de las manos una simbólica ráfaga de viento e irá a parar a un compañero suyo.




Todo esto sucede en elegantes nightclubs donde las cantantes entonan desgarradoras canciones de amor, en los abarrotados pasillos del metro de Nueva York, en estadios de béisbol, en la estación Grand Central, en los albores de un año 1941 en el que, para llamar por teléfono, había que hacer largas colas o caminar kilómetros hasta encontrar una cabina vacía. Los preciosos acordes de la canción que da título a la película permanecen en nuestros oídos mucho después de que aparezca el The End sobre la pantalla…


The night is like a lovely tune
Beware, my foolish heart
How white the ever constant moon
Take care, my foolish heart


Pero tampoco olvidaremos a Eloise, casada con Lew (estupendo Kent Smith), un hombre a quien no quiere, y madre de la hija que tuvo con el hombre a quien amó intensa y brevemente. La decisión que tomará nuestra protagonista para no seguir haciendo daño a los que la rodean será la confirmación de que, efectivamente, era y sigue siendo una “buena chica”. Y el espectador sale del cine convencido de que la historia que ha visto a través de los fotogramas en blanco y negro de Lee Garmes es mucho más atractiva que la que ha leído.        

martes, 6 de agosto de 2019

Carta de amor de los Marx a la Monroe (después de ver Niágara)


¿Alguna vez os habéis preguntado cuál habría sido la reacción de los Hermanos Marx tras ver “Niágara”, la mítica película de 1953 que, según la publicidad de la 20th Century Fox, presentaba a Marilyn Monroe como “un rugiente torrente de emoción que ni siquiera la naturaleza es capaz de controlar”? En esta carta de amor, que no encontraréis en las Cartas de Groucho, me atrevo a imaginar el resultado en forma de epístola amatoria. Sirva este texto humorístico, además, como homenaje al verbo fructífero del genial Groucho, que nos dejaría precisamente un mes de agosto, allá por el año 1977.  







Querida Amada de las Cataratas:



Aunque los tres nos hemos enamorado perdidamente de ti, mis hermanos me han pedido (inocentones ellos) que sea yo quien te escriba esta carta. Si has visto quién firma tan osada epístola amatoria (como ves, mi vocabulario se sale de lo común), entenderás por qué. Mi hermano Harpo no habla nunca en la pantalla, por lo que prefiere callar también por escrito para no desencantar a sus admiradores. Según sus indicaciones gestuales y bocinazos, te ama porque eres rubia y bien proporcionada. Parece simple, pero es que él también lo es. En cuanto a Chico, mi hermano pianista, supongo que también debe estar coladito por ti, pues empezó a tocar el Sueño de amor de Liszt la noche del viernes y aún no ha parado (ni siquiera para apostar por una carambola segura en los billares). Hoy es lunes, aunque debo confesar que mis desvelos por ti me hacen perder la noción del tiempo y otras nociones que desconocía poseer.





Seguramente te preguntarás cuándo ocurrió este vaivén emocional que nos ha sacudido a los tres vástagos de una humilde familia consagrada al vodevil (otra frase como esta, y se me acabarán los recursos literarios al mismo tiempo que la tinta). No es fácil precisarlo en mi corazón, y mucho menos en el de estos dos gansos que figuran como abajo firmantes, pero creo que fue cuando apareciste con aquel vestido rojo ceñido en la película de las cataratas (no recuerdo el título). Harpo puso esa cara de camafeo que solo se le dibuja en las grandes ocasiones, mientras que Chico se quitó su ridículo sombrero y me dirigió una mirada bovina (su aspecto no mejora con la cabeza descubierta). Respecto a mí, la escena de marras provocó que se me cayera el puro de la boca (y era de los de dólar y medio) y me sumió en un estado de inopia mental del que aún no me he despertado (me invade el temor de si será congénito). Desde entonces, recito en soliloquio románticos versos de Shelley que me abstendré de incluir aquí. También me abstendré de seguir hablándote de los sentimientos que hacia ti abrigan (y eso que estamos en agosto) mis hermanos y pasaré directamente a enumerarte los míos (ya sé que es una puñalada trapera y que, probablemente, ellos no lo harían, pero todo es válido en el amor y la guerra, ma cherie).


Un hombre mayor (bueno, tampoco mucho más, aunque ¿qué importa la edad cuando se tiene savoir faire? ¿O era laissez faire? Lo malo de utilizar estas condenadas citas francesas es que hay que estar continuamente consultando el diccionario que me sirve para calzar la cómoda, con el consiguiente riesgo de contraer lumbago) siempre es un aliciente para cualquier joven. Y si se trata, como es mi caso, de un hombre mayor culto, las ventajas son todavía más considerables (si consideras esto como una declaración, es que no te han hecho la corte como es debido). En mí, querida amada, tendrías un hombro sobre el que llorar cuando la presión te supere (siempre y cuando no me conviertas el saloncito en un pequeño Niágara y la presión recaiga sobre el hombro derecho. El izquierdo claudicó tras una partida de tenis con mi hijo). También te ayudaré a no dar pasos en falso (o en falsete, depende de quien lleve la voz cantante) e incluso te aconsejaré sobre qué peinado te favorece más (los nacidos bajo el signo de Libra tenemos un criterio estético infalible. ¿A que pensabas que era Leo?).   


Pero volvamos a lo que de verdad importa, que es la exaltación de tu belleza, ese zafiro incandescente que nos ha abrasado a los tres Marx por igual y que me obliga a peregrinar por la cocina durante interminables noches en blanco (si mis cheques no estuvieran también en blanco, podría irme a peregrinar lejos de la nevera). Sabes que el único antídoto para este hechizo es concedernos (lo digo en plural, pero ya me entiendes…) el beneficio de tu amor. 


Devotamente tuyos, Harpo, Chico y Groucho Marx.


P.D.: Más que devotamente, sería remotamente, puesto que nos separa la distancia, que no el olvido. Uy, que empiezo otra vez…






martes, 15 de enero de 2019

La Casa de los Cuatro Puntos Cardinales



El año 2019 comienza con una excelente noticia literaria para quien suscribe estas líneas. Por fin, después de largos meses de preparación, tengo la suerte de ver publicada mi primera novela: La Casa de los Cuatro Puntos Cardinales. El artífice de este proyecto acariciado desde hace años es Editorial Adarve (a la que hago llegar desde aquí mi más sincero agradecimiento), a través de la Colección Arquero de Autores Actuales.





La novela narra con prosa poética (y bajo el poderoso influjo del Hollywood de los años 40) una historia de amor que se inicia en la Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial, la historia de Janet Stratton y Hugh Alderman, dos personajes idealistas que aspiran a obtener la máxima felicidad en sus relaciones sentimentales, y que se conocen durante el terrible bombardeo que sufre la ciudad de Canterbury en junio de 1942. Además de pasearnos por Canterbury, la ciudad a la que acuden los peregrinos para honrar a Santo Tomás Becket, las páginas del libro nos trasportan a la exuberante campiña de Kent, al plácido Támesis que discurre a orillas de la regia localidad de Windsor, a un Londres amenazado por la aviación alemana, al bello norte de Italia… y a un misterioso destino en el desierto egipcio.
Pero tal vez la verdadera protagonista de la novela sea la propia Casa de los Cuatro Puntos Cardinales, un espacio lleno de personalidad que actúa como catalizador de la preciosa historia de amor y ejemplifica la imagen de remanso de paz y la fuerza imbatible de la cultura en tiempos de guerra. Esta mansión de estilo neogótico es mucho más que un hogar para Hugh Alderman, el heredero de la estirpe. Se trata de un continente que cuenta con su propio lago y múltiples estancias fascinantes, dentro de las que destaca la biblioteca, una obra de arte que cautiva al protagonista con sus contenidos eruditos y su serenidad.
Sin embargo, La Casa de los Cuatro Puntos Cardinales  no solo es una emocionante historia romántica, sino que también rinde homenaje a los enamorados que vivieron su romance bajo el fuego y el miedo de la Segunda Guerra Mundial, a aquellos hombres y mujeres que se amaron intensa y tiernamente sin saber si volverían a verse de nuevo. Ojalá ellos pudieran leer estas páginas y recordar con los ojos brillantes de emoción.

Idealismo y espíritu romántico son las claves que delimitan la arquitectura literaria de La Casa de los Cuatro Puntos Cardinales, una novela escrita para conmover el corazón de quienes la lean. Si te gustan las historias con mansiones típicamente británicas, si te sientes bendecido viendo películas como El puente de Waterloo, Casablanca o La calle del adiós, no te defraudará La Casa de los Cuatro Puntos Cardinales. Confío en que te sientas tan a gusto como yo recorriendo sus estancias señoriales y admirando su colorida galería de retratos. Y es muy probable que no quieras dejar de perderte el destino al que se ven abocados sus personajes protagonistas, Janet y Hugh, enamorados en tiempos enturbiados por la guerra.
Te espero dentro de La Casa de los Cuatro Puntos Cardinales. Ven a conocer una historia de amor como las de antes.

(También puedes consultar las notas y novedades acerca de la historia de La Casa de los Cuatro Puntos Cardinales en redes sociales).