Hay historias que van mucho más allá de las
apariencias, películas cuyo argumento podría despacharse con el fácil recurso a
unas conjeturas obvias, apresuradas y totalmente erróneas, pero cuyo mensaje esencial
discurre por vericuetos de intensa profundidad. El invisible Harvey (Harvey,
1950), es una de ellas. Una visión superficial de esta maravillosa película, adaptación
a cargo del alemán Henry Koster (1905-1988) de la célebre obra de teatro de
Mary Chase, galardonada con el Premio Pulitzer en 1945, podría ofrecer esa falsa
impresión a quien se acerca por primera vez a ella. La presencia del personaje
invisible que da título a la obra, un tal Harvey, sempiterno acompañante del
protagonista del film, Elwood P. Dowd, al que insufla vida James Stewart, podría
explicarse sencillamente por la afición de este último a la bebida. Un conejo
blanco de algo más de 2 metros de altura apoyado contra una farola. También
podría ser un elefante, y así la narración se atendría más fielmente al tópico
de las alucinaciones derivadas del alcoholismo, pero no es así en este caso. La
película de Koster nos habla de un enorme conejo blanco a quien el
protagonista, como él mismo confiesa, conoció después de una noche de
borrachera con unos amigos. Pero hay algo que diferencia a Elwood P. Dowd de un
simple borrachín: su bondad manifiesta, que se posa en todos y cada uno de los
seres con quienes tropieza, y a los que, sin reparar en su aspecto o clase
social, tiende una mano amiga en forma de tarjeta de visita. Elwood no es un
dipsómano ni tampoco un loco, como pudiera pensarse tras una mirada
convencional. Es un ser que se ha ganado la amistad de sus conciudadanos
gracias a su práctica constante de la bondad, un hombre inteligente y afable
que ha decidido tomar al pie de la letra el consejo materno y transformar su
vida y, de paso, las de los demás:
“En este
mundo, puedes ser o muy listo o muy bondadoso. Durante años, fui muy listo.
Recomiendo ser bondadoso”.
Y es que Elwood P. Dowd, al que presta su natural
bonhomía el genial James Stewart, ha conseguido “vencer la realidad tras luchar con ella a brazo partido durante 35 años”.
Sus vecinos se han acostumbrado a verle pasear por las calles de la localidad con
un sombrero sobre la cabeza y otro en la mano (el segundo, perforado con dos
agujeros a la medida de las puntiagudas orejas de un conejo). Los diálogos que
entabla con Harvey (al que nadie más parece ver) no hacen daño a nadie. Al
contrario, animan el ambiente de cualquier bar en el que entren, haciendo que los
parroquianos sonrían mientras descargan sus emociones negativas en alegre
cháchara y se iluminan contando los grandes sueños que tal vez nunca lleguen a concretar.
Dowd y Harvey forman un tándem benéfico para la comunidad. Pero el bueno de
Dowd no vive solo. Aunque es el heredero de la casa y la fortuna de una
generosa tía, comparte la vivienda con su hermana Veta Louise (interpretada por
la estupenda veterana Josephine Hull) y la hija de esta, Myrtle Mae. La vida
social de la apocada sobrina de Elwood no se ve precisamente favorecida por las
“excentricidades” de su tío, quien se empeña en presentar a su querido amigo
invisible a cuantos visitantes ponen el pie en la mansión familiar. Esta
circunstancia incita a Veta a intentar recluir a su hermano en una institución
mental, a pesar de que, como ella misma reconoce, en ocasiones también ha creído
ver a ese conejo blanco supuestamente imaginario, y sin probar ni una sola gota
de alcohol. El objeto de la conspiración no solo no se muestra reacio a
acompañar a su hermana al sanatorio, sino que colabora voluntariamente,
siguiendo una de sus máximas:
“Siempre me lo
paso estupendamente, donde quiera que esté y con quienquiera que me encuentre”.
Nada extraña ni supone motivo de enojo para el
bondadoso Elwood, sobre quien la bebida no ejerce efectos hostiles y cuyo
corazón puro desea establecer amistad sincera con taxistas, porteros, camareros,
e incluso con los facultativos de la institución donde le pretenden encerrar
para siempre. Una breve conversación con el señor Chumley, el director del
sanatorio, basta al “eminente” psiquiatra para darse cuenta de que su futuro
paciente no alberga muchos más gramos de locura en su interior que los que
pueda abrigar él. De hecho, tras compartir una ronda de bebidas en el bar Charley’s, a donde Chumley ha acudido
para tratar de “echar el lazo” a ese paciente que acaba de escapársele a su subordinado
más inexperto, el doctor Sanderson, será el propio psiquiatra quien comience a
notar que Harvey no es tan invisible como pensaba. Es más, incluso le agradaría
que Elwood no tuviera inconveniente en prestarle a su puka durante un tiempo. Pero Elwood está protegido por ese duende
en forma de animal que le acompaña desde su encuentro bajo la luz de la farola.
Ahí es cuando empieza a entrar en escena el poder mágico del puka, el ser feérico de la mitología
celta que es “amigo de borrachos y chiflados”, un duende benigno pero con una
vena traviesa y la curiosa facultad de poder detener los relojes. Así, lo que
parecía una simple alucinación generada por el delirio alcohólico adquiere una
clara presencia física en la última parte del film (Harvey abre puertas, añade
un párrafo personalizado a la definición de “puka” que el enfermero Wilson está
leyendo en una enciclopedia e incluso cambia de sitio el monedero de Veta para
evitar que su hermano reciba una inyección de una especie de “vacuna contra la
locura”). Al final, la bondad de Dowd queda preservada, pues tanto su hermana
como su sobrina prefieren que siga siendo el mismo Elwood de siempre (aun
cuando eso signifique aceptar la presencia de Harvey) a que se convierta en un
ser humano “normalizado” a través de la medicación.
No es ésta la primera vez que Henry Koster dirigía
una película con el trasfondo de un personaje sobrenatural. En The luck of the Irish (1948), el
periodista norteamericano Fitzgerald (Tyrone Power) se encontraba con un duende
irlandés, un leprechaun interpretado
por Cecil Kellaway, mientras que en La
mujer del obispo (1947), el elegante ángel Dudley, encarnado por Cary
Grant, ayudaba a un atribulado David Niven a poner orden en su vida conyugal.
En ambos casos, al igual que sucede en El
invisible Harvey, el personaje
fantástico era el causante de una serie de cambios necesarios para armonizar la
trayectoria vital de los protagonistas. Los tres títulos, vistos por separado o
en conjunto, integran una valiosa trilogía cinematográfica que propone un
antídoto de humanismo y refinado humor contra el racionalismo científico.
Si hubiese
que elegir una escena de El invisible Harvey,
nos quedaríamos tal vez con ese mágico momento en que Elwood, tras
desempaquetar un cuadro donde aparecen representados él y su amigo, el puka, lo deposita sobre la repisa de la
chimenea para su satisfacción. El espectador no puede evitar preguntarse quién
lo habrá pintado. ¿Alguien que también veía a Harvey? Todo es posible en los
dominios de la bondad.
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