Decía Paul Valéry que “lo negro no es tan negro”.
Esta aseveración se revaloriza tras el visionado de cualquiera de las películas
que integran la serie La cena de los
acusados (The Thin Man), brillante
adaptación cinematográfica de las andanzas del detective creado por el
novelista Dashiel Hammett a principios de los años 30. Lejos del violentísimo panorama
que ofrecían las películas de gángsters pre-código más populares del momento, como
Scarface, El enemigo público o Hampa dorada, la llegada a las pantallas
de La cena de los acusados en 1934
introduce una nota de alta comedia en las bases argumentales del cine negro,
sin que de ello se resienta el enredo policiaco que se plantea a los
espectadores. El tándem detectivesco que forman Nick y Nora Charles, interpretado
con perfecta química de celuloide por William Powell y Myrna Loy, un encantador
matrimonio que se desplaza continuamente entre San Francisco y Nueva York para
resolver casos criminales, la mayor parte de ellos mientras se encuentran de
vacaciones, resulta de una eficacia irresistible gracias a su intercambio de
diálogos chispeantes y su afición a degustar Martinis y otros cócteles en suntuosos
decorados art Déco. Pero los acaudalados Charles no están solos en sus quehaceres
de investigación. Les acompaña en todo momento un perro de raza Terrier llamado
Asta a quien tratan como un miembro
más de la familia, y que se encarga de aportar el toque de diversión familiar
que diferenciaría a la serie de la “negrura” vertida en otras producciones del
género. La tercera entrega, Otra reunión
de acusados (1939), añadiría una grata sorpresa a la trama: la irrupción en
escena de Nicky, el retoño nacido del matrimonio de sabuesos, quien vendría a
confirmar definitivamente el sello “para todos los públicos” que la Warner Bros
quería imprimir a estas aventuras policiacas sin precedentes. El éxito de La cena de los acusados daría origen a
otras 5 entregas protagonizadas por la “divina pareja”, la última de ellas
estrenada en 1947 con el título La ruleta
de la muerte (Song of the Thin Man). Todas ellas contaron con la estilizada
dirección de W. S. Van Dyke, excepto las dos últimas, que firmaron Richard
Thorpe y Edward Buzzell con no menos notables resultados. Tampoco debe caer en
el olvido la estupenda serie de TV homónima (titulada en español Ella, él y Asta), basada en los
personajes del film original, que la MGM emitió entre 1957 y 1959 con
protagonismo de Peter Lawford y Phyllis Kirk, y en cuyo episodio piloto
aparecía el famoso robot Robby del
clásico de ciencia ficción Planeta
prohibido.
El estilo interpretativo del actor William Powell,
con su elegancia relajada, su sonrisa jovial y su divertido bigotillo, se
ajustaría como un guante a las características del personaje concebido por Hammett.
Un ex detective de renombre, casado con una esposa rica, que, a pesar de dedicar
buena parte del metraje de la película a trasegar bebidas alcohólicas, nunca
pierde esa lucidez que consigue revelarle finalmente, para asombro de la
policía, la identidad del culpable en los complejos casos de asesinato que se
le presentan. Hay quien dijo acertadamente de Powell que era el “Astaire de los
diálogos”, y a juzgar por la ligereza con que soluciona entuertos en plena era
del jazz, da la sensación de que obedece a movimientos coreografiados. Por su
parte, Myrna Loy, apodada la “Reina de Hollywood”, y con quien Powell rodaría hasta
14 películas, prestaría sus agraciadas facciones a la heredera de la alta
sociedad que se las ingenia como puede para no quedarse al margen de las
actividades de su marido, muchas veces no exentas de verdadero peligro,
mientras muestra una actitud permisiva ante los (inofensivos) flirteos de Nick
o enseña su lado más snob cuando aquel le presenta a sus viejos amigos, casi
todos ellos relacionados con el mundo del hampa. Y es que Nick se codea con las
altas esferas, pero prefiere contar con la cooperación de personajes de dudosa
reputación a los que envió a la cárcel tiempo atrás y que, actualmente
arrepentidos o en vías de arrepentimiento, se muestran ansiosos de prestarle
sus servicios al otro lado de la ley.
El hedonismo
del matrimonio Charles, a quien vemos mezclar una sucesión de burbujeantes combinados
mientras no cesan de recibir visitas, bienvenidas o no, armadas con pistolas
cargadas o botellas de champán, en su lujoso ático de Manhattan es un poderoso
antídoto contra la otra “negrura”, la provocada por las consecuencias del Crack
de 1929. Su glamuroso estilo de vida y el ocurrente sentido del humor que
hilvana todas sus conversaciones ejercerían, además, una palpable influencia en
posteriores experimentos de parejas detectivescas, como las series televisivas McMillan y esposa, con Rock Hudson y
Susan Saint James, o Hart y Hart, con
Robert Wagner y Stephanie Powers, que estuvieron en antena en las décadas de
los 70 y 80. La sombra de Nick y Nora Charles sigue siendo alargada transcurridas
más de ocho décadas desde su debut. Si os encontráis en Manhattan y paráis un
taxi, tened bien abiertos los ojos. Puede que salga de su interior un simpático
terrier seguido de sus dueños: el
hombre del bigotillo y la mujer de nariz respingona y sombrero chic.
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