Son muchas las
veces en que los escritores, tras alcanzar la fama, adquieren un punto de
soberbia y se muestran caprichosos al visionar los resultados de las películas
que se han filmado a partir de sus historias. El caso de J. D. Salinger y la
película que nos ocupa, Mi loco corazón
(My Foolish Heart, 1949), es uno de
los más célebres. Al parecer, esta muy estimable producción de Samuel Goldwyn
interpretada por unos Susan Hayward Dana Andrews en estado de gracia, dirigida
con delicadeza por Mark Robson, adaptada por Julius J. Epstein y Philip G.
Epstein (responsables del guion de Casablanca)
y aderezada con una banda sonora a cargo de Victor Young, en la cual brilla con
luz propia el imperecedero tema My
Foolish Heart, del que se grabarían incontables versiones, no gustó nada al
autor de El guardián entre el centeno
y fue la causa de que no autorizara que se hicieran más adaptaciones a la
pantalla de sus obras con su nombre en los créditos.
El relato Uncle Wiggily in Connecticut condensa en
su breve espacio el deprimente encuentro entre dos amigas y antiguas compañeras
de estudio, Eloise y Mary Jane, que pondrá de manifiesto, a través del
mecanismo de los recuerdos y la ingesta de numerosos martinis, el estado de
infelicidad en el que vive la primera tras la muerte de Walt Dreiser, el
vitalista soldado que conoció antes de la guerra. Esta base argumental se
transfiere a la pantalla casi intacta, pero con la diferencia de que, en lugar
de la desolación que impregna el relato, la película está barnizada de un aura
de romanticismo que, sin escatimar lágrimas a los espectadores más sensibles,
logra elevarnos hasta un terreno más idealista, muy propio del Hollywood de los
años 40, desde el que somos capaces de percibir con más claridad y comprensión
la tragedia del personaje central.
“Era una buena chica (I was a nice girl, wasn’t
I?)”, afirma en flashback la atormentada Eloise Winters (inolvidable Susan
Hayward en su registro más sensible), la pizpireta muchacha de Idaho que tuvo
la suerte o la desgracia, según se mire, de acudir a una fiesta organizada por
una compañera de clase. Porque allí le esperaba una cita con el destino,
representado con los rasgos varoniles y serenos de Dana Andrews (Walt Dreiser).
Dos personajes que se conocen poco tiempo antes del bombardeo de Pearl Harbor,
se enamoran y, al igual que les ocurrió a tantas parejas de la época, deben
separarse después. Walt es un tipo campechano que tiene la virtud de hacer reír
a Eloise incluso por carta. Como afirma la heroína de la película: “No es que pretenda
hacerse el gracioso. Es que es gracioso”.
A pesar de vivir en una habitación cuyo fregadero no conoce el orden, de contar
con pocos medios económicos y de vestir un uniforme que le está demasiado
grande, Walt se muestra como el enamorado ideal para la joven Eloise, heredera
de una acomodada familia del Medio Oeste e idolatrada por su padre (el siempre estupendo
Robert Keith). Cada vez que la Hayward se lastima o se queja de alguna
situación, Andrews siempre le replica irónicamente: “`Pobre tío Wiggily”,
aludiendo a las historias infantiles del conejo homónimo, y a la frase que le
servía de escarmiento cada vez que se hacía daño tras cometer una travesura.
Pero Walt, el
soldado, no se muestra tan optimista ante el futuro que le espera al ser
reclutado. Sabe que es solo un número dentro de una escuadrilla, dentro de una
división, dentro de un ejército que pronto será enviado a ultramar, por lo que
no puede esperar nada ni ofrecer un futuro a su novia. No sabe siquiera si
volverá. Así pues, lo único que puede hacer es vivir el tiempo presente (el
único real para él y Eloise) como si no existiese nada más. Aunque su propósito
inicial cuando conoció a Eloise era divertirse con ella, sus sentimientos han
ido adquiriendo profundidad durante la relación, y así se lo hace saber a la joven
en la emotiva carta que le garabatea sobre el fuselaje de un avión, a punto de
embarcarse para un destino incierto, misiva que le arrancará de las manos una simbólica
ráfaga de viento e irá a parar a un compañero suyo.
Todo esto sucede
en elegantes nightclubs donde las
cantantes entonan desgarradoras canciones de amor, en los abarrotados pasillos
del metro de Nueva York, en estadios de béisbol, en la estación Grand Central,
en los albores de un año 1941 en el que, para llamar por teléfono, había que
hacer largas colas o caminar kilómetros hasta encontrar una cabina vacía. Los
preciosos acordes de la canción que da título a la película permanecen en
nuestros oídos mucho después de que aparezca el The End sobre la pantalla…
The night is like a lovely tune
Beware, my foolish heart
How white the ever constant moon
Take care, my foolish heart
Pero tampoco olvidaremos
a Eloise, casada con Lew (estupendo Kent Smith), un hombre a quien no quiere, y
madre de la hija que tuvo con el hombre a quien amó intensa y brevemente. La
decisión que tomará nuestra protagonista para no seguir haciendo daño a los que
la rodean será la confirmación de que, efectivamente, era y sigue siendo una “buena
chica”. Y el espectador sale del cine convencido de que la historia que ha
visto a través de los fotogramas en blanco y negro de Lee Garmes es mucho más
atractiva que la que ha leído.
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