“Dicen que, con el tiempo, se puede superar cualquier cosa. No creo que esto sea posible, pero si a uno le conceden tiempo suficiente, puedes recolocar esas cosas donde pertenecen.”
El escritor norteamericano John Philips Marquand (1893-1960),
galardonado con el premio Pulitzer en 1938, fue uno de los narradores más
populares de su época, lo que motivó que algunas de sus obras se trasladaran a
la gran pantalla con admirables resultados. Este es el caso de Cenizas de amor y El mundo de George Apley, dos títulos ambientados en la Nueva
Inglaterra natal de su autor y dotados de una descripción entre crítica y
nostálgica de la alta burguesía bostoniana.
Harry Moulton Pulham es el personaje central de Cenizas de amor (H.M. Pulham, Esq.), película rodada en 1941 por King Vidor para la MGM, en la que toma prestados los rasgos flemáticos y risueños de Robert Young, galán de moda por aquellos años. Estamos ante un film que ahonda mediante agradables imágenes (fotografiadas por Ray June en “glorioso blanco y negro”) en la psique de su personaje protagonista, un caballero de Boston, heredero de una familia de rancio abolengo, que se ve enfrentado a la nada despreciable tarea de redactar una pequeña biografía para una reunión de antiguos alumnos de Harvard. ¿Cómo encabezar el texto? ¿Quién es realmente H.M. Pulham? ¿Ha encontrado la felicidad en estos años? ¿Ha vivido la vida que realmente deseaba vivir?
Como es de rigor en casos similares, se produce un
salto atrás en el tiempo y la veterana cámara vidoriana, que aquí muestra una
predilección por los planos simbólicos de relojes, se aventura a dibujar el
retrato de la personalidad más profunda del Sr. Pulham. Así averiguamos que
este bostoniano respetable, padre de familia y empresario ejemplar, no siempre
llevó una existencia tan metódica, repartida entre sus horas de oficina y esos
momentos de asueto que consisten en pasear a su perro Bitsey y dar de comer un puñado de nueces a las ardillas del
parque. Hubo un tiempo en que Harry, recién desmovilizado de la I Guerra
Mundial, quiso conocer algo más del mundo que le rodeaba y abandonar
temporalmente el asfixiante espacio familiar al que sabía que estaba abocado tarde
o temprano.
La invitación de su buen amigo Bill King (encarnado con
su acostumbrada solvencia por un joven Van Heflin) para entrar a formar parte
de una empresa publicitaria de Nueva York será la piedra de toque que active ese
intento de desapego de los ancestros bostonianos. En el cosmopolita ambiente
neoyorquino, lejos del corsé atávico de su lugar natal, Harry se enamorará de
una compañera de trabajo, la redactora Marvyn Miles (interpretada por la bella actriz
austriaca Hedi Lamarr), quien le fascina por su carácter independiente y su
inteligencia, a pesar de no responder exactamente a su tipo ideal de mujer. Marvyn
parece compartir este sentimiento, aunque es consciente de la abismal
diferencia que existe entre los mundos de los cuales ambos proceden. Lo que más
le atrae de Harry es precisamente su naturalidad:
“Cuando te vi
por primera vez en la oficina, no sabía si eras tonto o listo. Ahora sé que
eres algo que nunca había conocido: tú mismo”.
Y es que el protagonista de este singular melodrama romántico solo ambiciona ser “una persona normal y corriente”, un graduado de Harvard que no destaca por ninguna habilidad especial, que tiende a preocuparse algo más de la cuenta por el curso de los acontecimientos, un privilegiado cuya acomodada posición familiar no le ha convertido en arrogante ni orgulloso. Pero el influjo del entorno tradicional que ha visto crecer a Harry Pulham no jugará a su favor en su relación con Marvyn. La brillante redactora publicitaria se ahoga bajo el peso de las convenciones de Westwood, el hogar familiar de los Pulham, y regresará a la contaminada Nueva York en busca de aire puro. Con la muerte del padre de Harry (al que da vida el genial Charles Coburn), se ensanchan las distancias entre los enamorados, al verse obligado éste a asumir el control de la empresa familiar de inversiones. Mientras tanto, Kay Motford (Ruth Hussey), una chica de su misma posición, amiga de la familia desde la infancia, va haciéndose hueco en el dolido corazón de Harry…
El flashback termina al son de los acordes de
Bronislau Kaper, y King Vidor nos devuelve a la actualidad. Harry ha conseguido
redactar esos datos que recopilan toda una vida. Sin embargo, hay algo que le
preocupa. Una voz del pasado, la de una mujer llamada Mrs. Ransome, rasgando el
velo protector de la memoria, ha irrumpido en el presente a través del teléfono
de su oficina. Marvyn Miles está en la ciudad y desearía verle. La mujer de
Harry, Kay, ha contraído demasiados compromisos sociales como para poder
acompañar a su marido en el viaje que éste lleva solicitándole desde hace días,
una excursión hacia la intimidad perdida entre dos esposos, hacia la amnistía
transitoria de las responsabilidades familiares. Harry, una vez más, se ve
desbordado por la realidad. ¿Habrá algo en el Hotel Hadley, donde se aloja su
ex amada, que pueda dar mayor sentido a su vida?
Pero Cenizas
de amor no es una historia de amores adúlteros, sino un film que sondea con
mano tersa la personalidad de sus personajes a la búsqueda de pruebas genuinas
de su felicidad. Y Harry, mostrando una lucidez que solo parecía estar
aletargada bajo su capa de sopor cotidiano, comprende el significado de las
palabras que le dedica Marvyn, la mujer a la que amó en días ya remotos y a la
que es probable que siga queriendo aún:
“Cariño, no
podemos volver atrás. No habría funcionado.”
No, el pasado no puede repetirse, subraya la prosa poética fílmica de Vidor, pero a veces ayuda a valorar más justamente el presente, por muy desapasionado que éste parezca. Y en su apacible normalidad, desenmascarada la inconsistencia de esas cenizas de amor, Harry, el caballero de Boston, descubre que es un hombre dichoso y que la vida que ha vivido, y que seguirá viviendo junto a Kay, es la más perfecta posible para alguien como él.
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