Cada
vez nos resulta más necesario Hamlet. En estos días de caretas de poder y
codicia, de empobrecimiento económico y depauperación cultural, de indignación
generalizada, de adoración de becerros de oro deportivos y menosprecio de
estandartes literarios, necesitamos aún más sus monólogos interiores y sus
divagaciones de loco-cuerdo al contemplar la calavera de Yorick, el bufón.
Decía Graham Greene, en su genial parodia de las novelas de espionaje Nuestro
hombre en La Habana, que “todos deberíamos ser clowns”. Tal vez eso impidiera
la formación de castas, la superposición de jerarquías, las odiosas
comparaciones dirigidas a la humillación del que menos tiene, tal vez eso
contuviera la mano del hombre que desea perderla en mil batallas con sus
semejantes, tal vez así desaparecerían tantas otras miserias…
Todos
Yoricks, todos bufones. Vistamos el uniforme del clown. ¿Qué podemos perder?
Sigamos a Shakespeare, sigamos a Hamlet. Lo dijo él antes de dejar de respirar
el corrompido aire de su reino: El resto es silencio.
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