Apenas quedó desierta la playa, comenzó
el ritual. El sol se estaba ocultando con su anaranjado rubor en el horizonte y
el agua empezaba a perder su color azul verdoso. Pronto la playa quedó envuelta
en tinieblas y se empezaron a oír pasos invisibles avanzando cansinamente sobre
la arena. Los fantasmas de los piratas que antaño asolaron la costa se paseaban
nostálgicos por sus antiguos dominios tan pronto como los bañistas y adoradores
del sol que se acababa de poner emprendían el regreso a sus alojamientos. La
bandera filibustera ondeaba orgullosa en la vacía silla del socorrista y,
aunque el fragor del tráfico se mezclaba con el bravío oleaje, en el aire
flotaba una canción de herrumbrosos tesoros y barriles de ron.
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