Nadie sabe exactamente cuándo llevó
tío Arturo su armónica al Monte de Piedad, pero debió ser antes de Nochebuena.
Era una majestuosa Hohner chapada en oro, con la cubierta negra laqueada, y sus
lengüetas producían unos sonidos tan mágicos como la misteriosa persona que se
la regaló. Desde que tengo uso de razón, la armónica siempre estuvo en casa de
mi tío, descansando armoniosamente sobre el secreter de caoba. Y es que la personalidad
de aquel anciano adquiría nuevas dimensiones si la Hohner se hallaba junto a
él, aunque solo fuese dentro del bolsillo. Algunos decían que aquel pequeño
instrumento de viento era su “pata de conejo”, pero creo que se trataba de algo
más profundo, una comunión insólita con el espíritu de la persona que, tiempo
atrás, le hizo un obsequio tan especial. Esto justifica el impacto que recibí
cuando, una mañana de enero, mientras recorría el salón de su casa, noté la
ausencia de la armónica. Al preguntarle qué le había ocurrido a su instrumento,
me contestó enigmáticamente:
“Algunas
cosas solo se explican conociendo la historia que hay detrás, pero tendría que bucear
en mis recuerdos para contártela…”.
Transcurrieron semanas después
de aquella conversación y la armónica siguió sin aparecer. Fue a mediados de
febrero cuando encontré la carta bajo un pisapapeles. Era la factura de un
audífono emitida a nombre de una tal Alicia. Entonces mi mente se iluminó al
imaginarme a una Alicia juvenil comprando enamorada la armónica de tío Arturo.
La dibujé escuchando absorta aquella música que entretejió su romance y sus envejecidos
oídos despertando a la vida gracias al audífono. Y comprendí por qué mi tío no
podía tocar los sonidos que ella era
incapaz de oír.
Epílogo
La Hohner volvió al lugar donde
pertenecía meses después, aunque una vecina de tío Arturo afirmaba haber
escuchado música de armónica mientras el instrumento dormitaba plácidamente en
el Monte de Piedad.
Autor: zoë biggs |
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