Sorprendido
absorto en la Venus de Botticelli, el muchacho alegó:
–Me
atrae su belleza.
–¡Te
atrae su sensualidad! –corrigió el censor–. ¿Negarás tu deleite al contemplar
su seno descubierto?
–No,
señor.
–Entonces
has pecado de lujuria.
–Y
la dulzura de su mirada, el viento echando hacia atrás sus cabellos, ¿no es eso
también belleza?
–Nada
de sofismos. Un pecado es un pecado. No disfracemos la lujuria de belleza.
El
muchacho cerró el libro y revivió en su memoria los delicados rasgos de la
Venus, la perfección de su cuerpo. Era bello pecar, inocentemente, sin saber
qué era el pecado…
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