Se
presentó ante él con la plenitud de una fruta madura, alumbrada por encendidos
colores perfumados por embriagadores aromas, aunque en el bodegón que reflejaba
sus últimos años de vida artística la recordaba mucho más verde. Afirmaba haber
venido a quedarse en su estudio, un desangelado cubículo en el que apenas cabía
él y cuyos angostos límites no podían tolerar más que aquellos que han nacido
con máculas de pintura en la retina. Deslumbró, encandiló, fascinó y cegó con
sus múltiples capas de ocre, rojo y granza, sin dejar ni por un instante de
mirarle a unos ojos que evitaban la exuberancia de su mirada. Ninguna de estas
tretas dio resultado hasta que la recién llegada le descubrió su lienzo. Él se
quedó entonces absorto ante aquella naturaleza muerta llena de vida, tan
rebosante de madurez en su técnica como en la lozanía de los frutos recreados en
la pintura. Buscó ahora la mirada que había evitado, absorbiendo su osadía, esa
encarnada y jugosa máscara que aunaba el talento deseado y la inspiración
perdida. Después avanzó hacia ella con avidez y le tapó los ojos con una mano.
El espejo le vio estampar orgullosamente su firma en la tela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario