Si hay una película que nos haga
sentir como ninguna otra la alegría de vivir, esa es, sin lugar a dudas, “El
hombre tranquilo” (The Quiet Man),
dirigida por el genial John Ford en 1952. La irresistible banda sonora de
Victor Young expresa perfectamente con sus acordes irlandeses la vitalidad de
esta obra maestra del cine que adaptaba a la gran pantalla la novela de Maurice
Walsh. Como ocurre en tantos otros casos, la obra cinematográfica supera con
creces a la literaria, añadiéndole una dimensión humana y mítica a la vez que
la convierte en imperecedera para nuestra memoria sentimental.
John Wayne resulta inolvidable como el
ex boxeador norteamericano Sean “Tornado” Thornton, resuelto a dejar atrás su
pasado y a empezar una nueva vida en la tierra de sus ancestros, mientras que
Maureen O’Hara ofrece una de sus actuaciones más recordadas como la carismática
pelirroja Mary Kate Danaher, empeñada en no renunciar a la dote que le
corresponde. Pero también habita en ese pueblecito irlandés de tarjeta postal
el viejo Michaeleen Flynn (Barry Fitzgerald), filósofo y casamentero de
reducida estatura cuyo caballo se detiene por voluntad propia frente al pub
local. Este anciano con sonrisa de duende celta y una afición más que desmedida
por el whisky suele exclamar “¡Homérico!” cuando algo se sale de lo común. Algo
parecido nos sucede cada vez que visionamos esta maravillosa película a la que
alguien debería haber nominado para el Premio Nobel de la Paz. Solo podemos
calificarla de “homérica”, mientras buscamos otro adjetivo que acierte a
describir fielmente todas las virtudes que encierra en sus edificantes
fotogramas de celuloide tecnicoloreado.
La
Irlanda de “El hombre tranquilo” no es un reflejo fidedigno de la realidad,
pero nos llega al corazón mucho más directamente que si lo fuese. Y es que el
idílico pueblecito de Innisfree no se encuentra en ningún mapa y solo se puede
acceder a él mediante el ejercicio de la imaginación. El nombre de este mítico escenario
del celuloide más intemporal se inspira en unos magníficos versos de William Butler Yeats, el poeta nacional irlandés:
La isla del lago de Innisfree (The Lake Isle of
Innisfree)
(W.B. Yeats)
Ahora
me levantaré y emprenderé la marcha hacia Innisfree,
y
una pequeña cabaña allí edificaré, con arcilla y zarzos:
nueve
surcos de judías plantaré, así como un panal de miel,
y
viviré solitario en el claro, entre el fragor de las abejas.
Y
algo de paz allí tendré, porque la paz gotea con lentitud,
dejándose
caer desde los velos matutinos hasta el lugar donde canta el grillo;
allí
la medianoche es un tenue resplandor, y el mediodía un brillo purpúreo
y
el atardecer se llena de alas de pardillo.
Me
levantaré y emprenderé la marcha, pues siempre, sea noche o día,
puedo
escuchar cómo el agua del lago chapotea con suaves sonidos contra la orilla;
mientras
permanezco quieto en la carretera o sobre el grisáceo asfalto,
la
oigo en lo más profundo de mi corazón.
Traducción de Ricardo José Gómez
Tovar ©
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