Hace cosa de un año, me sorprendí a mí mismo mirando hacia
el infinito. Los síntomas parecían claros: acceso de utopía galopante, anhelo
de una vida sin sufrimiento. Los había ido sintiendo nacer en mi interior a lo
largo de los últimos días. Sabía que irían a más, pero aun así no hice nada por
reprimirlos.
–No hay nada malo en mirar al infinito cuando has llegado al
límite de tus fuerzas –me replicó Carol cuando se lo conté.
Aquellas palabras me tranquilizaron. Dediqué toda la semana
a mirar cada vez más tiempo hacia el infinito. Si los demás me dirigían miradas
de crítica, estupor o compasión, fingía que no me importaba.
–Olvídate de ellos. Trasciende tu ego. Puede que no te
contemplen a ti, sino lo que estás contemplando –volvió a aconsejarme la buena
de Carol.
Y así pasaron las semanas, y las semanas se agigantaron en
meses, y a Carol se le agotaron los consejos, pues también ella amaneció un día
mirando hacia el infinito, y nos sentamos frente a frente, cada uno escrutando
ansiosamente el infinito del otro, hasta que Aire, el estirado terrier de la
vecina, nos ladró para que saliéramos de su caseta.
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