LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

lunes, 26 de septiembre de 2011

El informe metereológico



El teléfono sonó una, dos y hasta tres veces. No parecía haber nadie en casa hasta que se oyó una suela de goma avanzando ruidosamente por el parqué. Cuando llegó a la fuente de aquel sonido tan poco usual en aquel salón, el hombre descolgó el auricular prudentemente, como si temiera destapar algún ignoto tarro de esencias.
  
“¿Dígame?”. Sabía que la voz le había salido ahogada y temblorosa, característica de una persona que últimamente apenas hablaba con nadie. Era una voz que hacía sentirse seguro y carismático al que la escuchara, por la elevada carga de inseguridad que transmitía. Sin embargo, la voz que respondió al otro extremo de la línea no parecía haberse dado cuenta de este hecho o, si lo había observado, probablemente había decidido no tenerlo en cuenta.

“¡Hola, buenos días!”. Era una agradable voz de mujer joven. La última vez que oyó algo parecido fue en 1979, cinco años antes, cuando fue asediado telefónicamente durante cerca de dos meses por una tenaz vendedora de enciclopedias. Todavía recordaba con cierta amargura el agresivo comentario de la vendedora cuando se presentó por sorpresa en la puerta de su casa, dispuesta a endilgarle sus dichosos libros como fuera, y él le ordenó con su aire más marcial y severo que le dejara en paz de una vez por todas o llamaría a la policía.

“Usted lo que es, es un burro sin cultura. ¿Qué piensa hacer con todos los ahorros que tiene? ¿Enterrarse con ellos? ¡Anda y que le aprovechen!” Aquello le había dolido. Que no le interesara adquirir una voluminosa enciclopedia no significaba en absoluto que despreciase la cultura. Claro que tenía libros en casa. Muchos más de los que aquella comercial hubiera podido venderle en toda su carrera. Pero sólo compraba los que le apetecía, y preferiblemente a libreros que conocía de antaño y que, como él, cumplirían los sesenta en 1.985. Le había dolido particularmente la reacción de aquella vendedora porque se había acostumbrado de alguna manera a su voz, muy agradable por teléfono, y aunque nunca había tenido intención de comprar las enciclopedias de marras, se había puesto al teléfono sólo por escucharla de cuando en cuando. La voz que acababa de darle los buenos días era por lo menos tan agradable como aquella.

“Buenos días, ¿qué desea?”

“Pues, es que no sé qué le va a parecer lo que le voy a decir...”
 “Dígame de qué se trata, señorita”. Encontraba grata aquella vacilación por parte de su interlocutora.
 Le ayudó a sentirse menos intimidado por la llamada y por verse obligado a conversar con un extraño.

“Pues a lo mejor le parece a usted una tontería, señor, pero llamaba para ver si me podía decir qué tiempo hace por allí. Verá, he abierto la guía telefónica de Santander por una página al azar, y me he dicho: Voy a preguntarle a un particular, que son los que mejor lo pueden saber. ¿Qué quiere que le diga? Yo con el telediario, es que no me entero”. La naturalidad con que la mujer elaboraba sus frases le había causado una sensación de irresistible hilaridad. No pudo evitar que se le escapase la risa y que ella la percibiera al otro lado del hilo telefónico.

“Perdone. Es que me parece tan espontáneo lo que ha dicho. A mí también me pasa. Quiero decir que yo tampoco me entero del tiempo cuando lo dan por la televisión”. Se notaba torpe al hablar, pero sentía una necesidad incontenible de hacerlo. Aquella voz, aquella espontaneidad, aquella juventud, le habían alterado el ritmo de lo que hubiera sido una jornada sin novedad, un día mas por tachar en su calendario de piensos compuestos, y quería que la sensación le abasteciera durante el mayor tiempo posible.

“Yo es que soy así, ¿sabe? Hablo como pienso. Lo largo todo. A veces las clientas me dicen que las atonto más hablando que con el ruido del secador”. De nuevo le sobrevino la risa, que se convirtió en carcajada diáfana y que convergió con la de ella, cristalina y tintineante, como si cada vez que dijera algo gracioso hiciera sonar campanas o arrancara estimulantes sonidos de un vibráfono. Se sentía tan bien hablando por teléfono que no parecía ser el mismo de siempre. Aquel aparato le daba tanto miedo. Lo había rehuido desde hacía tanto tiempo. Y ahora sentía un bienestar dentro de su pecho que le daba la impresión de haber expandido su caja torácica. No lo podía asegurar, pero incluso habría jurado que respiraba con menor dificultad.

“¿Así que es usted peluquera? Qué profesión tan importante. Sin ustedes, todos pareceríamos hombres y mujeres de las cavernas.” La ocurrencia de él volvió a hacer sonar las campanas de ella y a tintinear el vibráfono de su voz. Se sentía tan dichoso de haber hecho reír a otra persona. Él, que vivía en un mundo tan grave y serio. 

“Sí, tendría usted qué ver cómo nos vienen algunas y algunos. Pero bueno, como yo digo, una es estilista. ¿Y el estilista qué hace? Pues dar estilo, ¿no?”

“Sí, señorita, creo que esa es la mejor definición posible.” En aquel instante recordó cuál era el motivo de la llamada de la mujer y, antes de que ella le preguntara lo que con toda seguridad pondría fin a su conversación, se armó de valor y resolvió preguntarle cómo se llamaba.

“Por cierto, señorita, no me he presentado. Me llamo José Luis.”

“Encantada. Yo soy Marisa.”  Cualquiera que sea tu rostro, Marisa, se dijo mentalmente José Luis, que sepas que hoy has hecho que me sienta como si tuviera 20 años de los buenos, o 30 años de los mejores, o 40 de los superiores, y que aunque no volvamos a hablar en toda nuestra vida, has alegrado las facciones de este solitario anciano de 60.

“Oye, José Luis, se me olvidaba. Que es que me enrollo como las persianas. Dime qué tiempo tenéis por allí, anda.” José Luis miró a través del vidrio empañado de la terraza del salón y se preguntó cuál sería el tiempo más idóneo para su agradable interlocutora. Era una mujer de tiempo cálido, sin duda. Aquel día gris y lluvioso no debía ser para ella. No, señor. Si lo que deseaba eran unos días de vacaciones y descanso, mejor que buscara unas latitudes más cálidas. Aunque perdiera la oportunidad de conocerla.

“Fatal, Marisa. Llueve y hace un poco de frío.” Pero en este salón luce un sol esplendoroso, se dijo José Luis, y dentro de mí campa un anticiclón que tardará mucho tiempo en convertirse en borrasca.

“¡Bueno, qué se le va a hacer! Pues habrá que irse al Levante otra vez. Y mira que tengo ganas de ir a bañarme al Norte.”

“Aquí hay que venir en Julio, que es cuando hace mejor”.

“Pues yo, hasta agosto, no me puedo coger vacaciones. En fin, es lo que hay. Encantada de haber hablado contigo, José Luis. Si otro día decido ir por allí, te llamo para que me cuentes cómo hace, ¿no te importa?”
 
“Estaré encantado de contestar al teléfono, Marisa”. Antes de colgar, José Luis observó el aparato que había mantenido pegado contra su oreja durante al menos un cuarto de hora. No había nada de temible o catastrófico en aquel popular canal de comunicación. Devolviéndolo a su posición original, José Luis deseó que, a partir de ese momento, sonase todos los días, aunque sólo fuese un instante. A él, aquel sonido siempre le recordaría a una campana que tintinease de emoción o de alegría.

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