

Este blog contiene en su esencia y espíritu el deseo de ser un homenaje y una invitación a la Cultura, a la Literatura, al Arte, a las Humanidades en general. A través de él deseo que todos los que se acerquen a sus contenidos sean tocados por la magia de la armonía y de la belleza que las palabras pueden transmitir.
domingo, 20 de diciembre de 2015
EL GRAN IMPULSO HACIA ARRIBA

viernes, 11 de diciembre de 2015
CIEN AÑOS PASAN CANTANDO
Cien años. ¡Uf! Se dice pronto. Tantos como Bob
Hope, solo que él los cumplió ahí abajo. Hablando de cine, haría lo que fuera
por volver a rodar una de aquellas películas en las que solo tenía que ser yo
mismo para encandilar al público. Detective de Florida, escritor desmotivado,
jugador empedernido, hombre del brazo de oro, gángster que juega a ser Robin
Hood, millonario de ilusiones, marinero deslumbrado por Nueva York. Hasta toqué
el piano en “La vuelta al mundo en ochenta días”. En aquellos buenos tiempos,
la cámara estaba loca por mí, y yo no sabía resistirme. A la orden de “¡Acción!”,
tuve en mis brazos a Kim, Rita, Gina, Shirley, Natalie y tantas otras guapísimas
actrices, a las que amé por turno, en blanco y negro o tecnicolor. Ese era el
encanto del “viejo ojos de lavanda”, aunque no faltaron quienes preferían
llamarme “el Presidente” o “La Voz”. Bueno, supongo que no dejé indiferente a
nadie. Orgullo y pasión ante todo, ya que no nací en la alta sociedad. Ellos y
ellas se enamoraron al compás de mi voz, aunque mi vida discurriese como un
torrente. No pude evitar ser un gallardo y calavera, y creo que lo seguiré
siendo de aquí a la eternidad.
Esta noche voy a sacar del baúl algunas de las
viejas partituras que escribieron para mí Nelson Riddle y Billy May, que en
gloria estén. Me parece que el planeta que veo agitarse ahí abajo vuelve a necesitar
una buena ración de la música más romántica y esperanzada que se le pueda
ofrecer, y un servidor vino al mundo expresamente para eso. Queridos extraños
en la noche que añoráis el glamour de los jóvenes de corazón: venid a volar
conmigo, aunque no seamos más que tres sargentos o una cuadrilla de los once, porque
yo os llevaré a la luna reverdeciendo las hojas muertas, pero antes descansaremos
un rato en ese hotelito que alberga un pozo de los deseos, visitaremos a la chica
de Ipanema y al viejo río Misisipi, en los días de vino y rosas y mecidos por
el viento de verano, hasta que aprendamos el blues bien entrada la madrugada,
cuando haya cerrado sus puertas el Can-Can, y las campanadas de Navidad nos
recuerden que ya oímos la canción de septiembre, y que lo hicimos a nuestra
manera. Dadme solo cinco minutos más, y os prepararé una copa para vuestra
chica y otra para el camino que hay que seguir siempre hasta el final. La vida
es así, lo queramos o no, pero os adelanto que lo mejor está por venir y que
tengáis los ojos bien abiertos porque, ¿sabéis una cosa? A veces llueven
centavos del cielo.
P.D: Hacedme caso, y nunca tengáis miedo de decir
algo estúpido, como por ejemplo, “Te quiero”. Aquí arriba lo dicen a todas
horas…
jueves, 10 de diciembre de 2015
Colaboraciones en la Revista Cultural y Artística TERRAL
Colaboraciones para la Sección de Cine de la Revista Cultural y Artística Terral:
UNA CIUDAD FANTASMA LLAMADA CIELO AMARILLO
SEIS PERSONAJES VARADOS EN UN AEROPUERTO
EL CORNETA QUE SE NEGÓ A MORIR
LA CENA DE LOS ACUSADOS
EL HOMBRE QUE SE AMOTINÓ CONTRA HUMPHREY BOGART
Etiquetas:
Cielo Amarillo,
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El Guateque,
El motín del Caine,
Hotel Internacional,
La cena de los acusados,
Revista Terral,
Yellow Sky
viernes, 13 de noviembre de 2015
DE COLOSO A LLAMAS
El Coloso de Cinecittà me miraba con su aire de
vieja gloria cada vez que surcaba el umbral de los estudios cinematográficos de
la Ciudad Eterna. Yo era consciente de que sus conocimientos de cine eran muy
superiores a los míos, artífice de ínfimas producciones que jamás pasarían a la
posteridad, ni tampoco podía olvidar que había presidido con su letárgica
grandeza el rodaje de Ben Hur y
escuchado las palabras “¡Acción!” y “¡Corten!” pronunciadas por nombres míticos
del Séptimo Arte. Probablemente por esa razón, tan pronto como obtuve mi primer
sueldo de operador de cámara, decidí rodar un cortometraje de gladiadores con
un presupuesto ridículo otorgándole todo protagonismo. Ciertamente, el Coloso
no poseía el deslumbrante glamour de aquel gladiador de origen tracio, el
Espartaco de pelo engominado y perfil granítico hollywoodiense que se había
paseado con aire triunfal por aquellos lares, pero parecía emanar una serenidad
universal de su estoico semblante. Yo quería demostrar en mi experimento con
celuloide que aquella representación pétrea de gladiador valía tanto o más que
los Mesala de imponentes carros y atlética presencia, aunque careciese de un
rostro fotogénico y una voz propia. A decir verdad, ni siquiera se le había
dado la oportunidad de hacer las veces de Coloso de Rodas en cualquier peplum, tal era el olvido de que había
sido objeto. Recordando su inmensa presencia en las anchuras del Cinemascope, fui
dando la orden de conectar los focos y maquillar ligeramente sus rasgos de arcilla
para que estos resaltaran en vibrante technicolor. Charlton y Kirk abandonaron
la platea al unísono cuando descubrieron lo que me proponía hacer con su
competidor mudo. A través del megáfono les grité: “¿Quo vadis?”, pero no recibí
contestación alguna por su parte. A falta de un Julio César o un Marco Antonio
que impusieran el derecho romano en aquel circo, no tardaron en seguir el
camino de Heston y Douglas los cientos de extras vociferantes que abarrotaban
las gradas. En la arena yacían intactos los atributos de los gladiadores de
Capua que habían tomado las de Villadiego, dejando entrever en el dorso de una
red volcada sobre un casco de falso bronce el logotipo de la MGM. La cámara fue
describiendo entonces una panorámica del anfiteatro vacío hasta descender en
suave picado sobre el Coloso, que no había cambiado ni un ápice de posición al
constatar el éxodo del que podría haber sido su amado público. “La suerte está
echada”, sentenció el director de fotografía (es decir, yo mismo), al medir la
iluminación de la escena. Ahora solo me restaba encender la antorcha que
sostenía la descomunal estatua. Mientras ardía por los tiempos pasados, aguantó
un primerísimo primer plano.
martes, 29 de septiembre de 2015
LA CABALGADA DE BILLY BROLIN
I.
Los tres jinetes parecían ser parte permanente del
paisaje árido y polvoriento que llevaba recorriendo desde hace varios días.
Cabalgaban lo suficientemente lejos como para que no acertara a distinguirlos,
pero lo suficientemente cerca como para saber que estaban ahí. Billy Brolin se
restregó un pañuelo por la frente y constató con desagrado su propia suciedad.
Necesitaba urgentemente llegar a esa ciudad que ya se perfilaba al otro lado de
las lomas. Habían sido cuatro días de viaje a lomos de un caballo que le había
ido gradualmente sorprendiendo por su resistencia, una montura por la que no
hubiera apostado en ninguna carrera de velocidad pero que había demostrado una
fortaleza admirable. Cuatro días en los que no le había faltado la compañía de
su desconocido séquito. Billy Brolin echó una mirada a sus perseguidores antes
de volver grupas hacia el villorrio que pronto le cobijaría. Un buen trago de
whisky disiparía esa naciente inquietud que empezaba a sentir.
II.
Aquel alcohol de quemar nunca le había sabido tan
bien. De un sorbo, todas las penurias del viaje quedaron borradas. Esa misma
noche habría actuación de unas atractivas coristas recién llegadas de Abilene,
y el barman le había asegurado que aquel salón ahora semivacío se llenaría
hasta los topes. En medio de semejante anticipo de euforia, Bill Brolin se
acordó de algo menos agradable. Mientras indicaba que le sirviesen otra dosis
de lo mismo, se acercó hasta las puertas y asomó su rostro, ennegrecido por la
barba, al exterior. Un grupo de chavales jugaba a echar el lazo a una figura de
madera.
–Eh, muchachos, ¿queréis ganaros medio dólar cada
uno por hacer lo que yo os diga?
–¿De qué se trata, señor? –inquirió el más avezado
con la mirada brillante de curiosidad.
–Simplemente quiero que tengáis los ojos bien
abiertos. Si veis a tres jinetes entrar en el pueblo, corred a avisarme. Ahora
estoy en el salón y, dentro de un rato, pasaré por la barbería y la casa de
baños.
El muchacho asintió con gesto serio y se reunió con
sus compañeros. Brolin pensó que le recordaba un poco a él mismo, no hacía
tanto tiempo.
III.
El rostro que le devolvió el espejo era el de otra
persona. Afeitado, recién bañado y con aquella comida caliente que le había
devuelto el vigor a su cuerpo, Billy Brolin podría enfrentarse con cualquier
cosa. Mientras se abrochaba la guerrera, echó un vistazo a la calle principal.
Ni rastro de aquellos jinetes. Los muchachos tampoco le habían dado ningún
chivatazo al respecto, por lo que todo apuntaba a que podría pasar su primera y
última noche en aquella localidad de Arizona en medio de una algarabía etílica
al compás de los insinuantes movimientos de tan prometedoras coristas. Justo en
aquel momento, alguien llamó a su puerta.
–¡Señor Brolin! ¡Abra, señor!
Eran voces juveniles. Sus vigilantes habían visto
algo o no osarían subir a molestarle.
–Están abajo, señor –dijo el muchacho–. Quieren que
baje usted a hablar con ellos. Me han dicho que le enseñara esto.
Billy Brolin examinó el objeto. No era más que un
camafeo con un retrato de mujer en él. No la había visto en su vida. Dio una
propina al muchacho y se dispuso a bajar.
IV.
–Un joven virginiano de buenos modales –exclamó el
barman con estupor–. ¡Quién hubiera pensado que fuese amnésico!
–No se acordaba del hogar que dejó antes de la
guerra hasta que esos hombres vinieron a buscarle –añadió el barbero–. ¡Su
propia familia!
–Bebamos por su recuperación, Jack –propuso lacónicamente
el barman.
miércoles, 19 de agosto de 2015
CAMELOT ESTUVO EN SEGOVIA
El castillo se asomó a nuestro campo de visión tras
dejar atrás el último tramo de la irregular carretera comarcal. No había placa
alguna que así lo conmemorase, pero yo sabía con certeza que allí había morado
el rey Arturo, un monarca de celuloide que lucía los rasgos inconfundibles del
actor irlandés Richard Harris. Casi medio siglo antes, en 1967, la localidad de
Coca, a la que acabábamos de llegar en coche desde otro municipio dominado por
un castillo de ladrillo mudéjar -la noble villa de Arévalo- se vio agradablemente
sorprendida por el desembarco en sus lindes de un aparatoso equipo de
producción cinematográfica procedente del mítico Hollywood y capitaneado por el
director Joshua Logan. Años atrás, Logan nos había hecho tararear pegadizas
melodías de Rodgers y Hammerstein en el musical South Pacific, y ahora volvía a la carga con las letras de Alan Jay
Lerner y la música de Frederick Loewe en este esplendoroso musical que glosaba en
clave hippie los amoríos y desencuentros entre el rey Arturo, la reina Ginebra
y el caballero Lanzarote del Lago. Cuando me encontré frente al castillo de
Coca, las canciones de aquel Camelot tecnicoloreado de ilusión cobraron nueva
forma en mi garganta: The Lusty Month of
May, I Wonder What the King is Doing Tonight, I Loved You Once in Silence, What
Do The Simple Folk Do?
En torno al bello municipio cincelado en plena
Tierra de Campos, en cada confín de la que fue la Cauca de la Antigua Roma, aún resonaban los ecos de uno de mis
musicales favoritos, de mi recreación cinematográfica preferida del mito
artúrico, de las voces de Richard Harris, Vanessa Redgrave y Franco Nero,
actores inolvidables que tuvieron la inmensa suerte de encontrarse por estos
parajes en el bendito año de 1967.
Mientras tanto, yo no cesaba de fotografiar, al más
puro estilo del amor cortés, a mi queridísima María José, la mujer de ojos siempre
risueños que me acompañaba en aquel viaje. Juntos rodeamos el rojizo recinto de
nuestro castillo castellano de fantasía, acaso buscando hallar algún vestigio
de la Tabla Redonda en aquel Camelot segoviano perdido en el tiempo, y mientras
contemplábamos con estupor estival los pinares mecidos por un súbito viento de otoño,
las campanas empezaron a repicar con el fragor medieval que hasta entonces sólo
dormitaba en ellas. Cuando el concierto terminó, María José señaló al cielo,
todo él ajedrezado ya en nubes de formas irrepetibles, y los dos nos
convencimos al unísono de que el mago Merlín acababa de explicarle a un Arturo todavía
niño, en aquella extensa pizarra sobre la que se cernían inminentes nubarrones,
la posición exacta de Sirio, esa brillante estrella a la que el futuro soberano
posteriormente daría el nombre de “mi reina Ginebra”.
domingo, 12 de julio de 2015
EL ETERNO ZHIVAGO
Hay un poema de Boris Pasternak, el genial escritor ruso
de cuya pluma surgió Doctor Zhivago, titulado
Otoño, que dice: “No hicimos ninguna promesa de saltar
obstáculos / aún afrontaremos nuestro fin con honestidad”. Me aventuro a afirmar
que Omar Sharif, el actor egipcio que saltó a la fama mundial de la mano del
director David Lean, ha afrontado su última partida de cartas con la honesta
sobriedad que caracterizaba sus mejores encarnaciones cinematográficas (cualidad
que algunos confundieron con la aparente inexpresividad de quien fue un campeón
internacional de bridge). Y es que
Michel Demitri Chalhoub, como realmente se llamaba este inolvidable intérprete
nacido en 1932 en la mítica Alejandría, tras destacar con su poderosa interpretación
de Sherif Ali en la obra maestra Lawrence
de Arabia en 1962, pronto pasaría a dar vida al que acabaría siendo su
personaje fetiche: el médico poeta Yuri Zhivago. La melancólica seriedad de
Sharif se adaptaría como un guante a las deslumbrantes imágenes de esta colosal
película, rodada en 1965, que halló en los parajes de Soria, Salamanca y Madrid
unos escenarios ideales para sustituir a la Rusia de las eras zarista y
revolucionaria donde está ambientada la historia original. Así, bajo la tutela
de uno de los mejores directores de la Historia del Cine, con quien trabajaría por
segunda vez, Omar se convirtió en Yuri y el Zhivago de celuloide se encontró por
fin con Sharif, el rostro que había estado esperando para poder cantar fielmente
la belleza de Lara con sus versos escritos frente a un cristal helado. Siguiendo
una trayectoria irregular, la estrella egipcia aceptaría posteriormente
variopintos papeles en títulos que le trasladarían hasta la Europa medieval (El último valle), el Imperio austrohúngaro
(Mayerling, donde interpretaba al
archiduque Rodolfo), la España de la Guerra Civil (Y llegó el día de la venganza), la Mongolia de Gengis Kan (en la
película homónima) o los áridos terrenos del western (El oro de McKenna), aunque también intervino en musicales
sesenteros (Funny Lady, donde tuvo
como pareja a Barbra Streisand), atípicas películas de espías (La semilla del tamarindo, junto a Julie
Andrews), péplums de alto calibre (La
caída del Imperio Romano) y films de episodios de exquisita factura (El Rolls-Royce amarillo). Sin embargo,
por muchas otras interpretaciones que fuese acumulando en su carrera, Sharif
nunca logró borrar de nuestra memoria cinéfila la esencia de Yuri Andréyevich
Zhivago, el personaje que, tal como describía poéticamente Boris Pasternak “desde la infancia, se quedó prendado de la
contemplación de los bosques al atardecer, recortados contra el sol poniente,
como si en aquellos momentos se sintiera también él traspasado por los rayos de
luz”.
Ahora ya nos lo imaginamos así, recorriendo del
brazo de su querida Lara las estepas rusas en primavera mientras el hielo del palacio
de Varykino se va derritiendo con la calidez de su abrazo. ¡Hasta siempre, Omar-Yuri! Cada vez que dirijamos la vista hacia el Moncayo (el doble de los montes
Urales en la película que da título a estas líneas), nos acordaremos de ti.
sábado, 2 de mayo de 2015
LOS QUE NACEN EN EL CREPÚSCULO
Empezamos al acabar el día,
enjugando las horas que no habíamos gastado,
y en tu hombro sin brillo, vi reflejada la vida
que íbamos a vivir, nuestras futuras moradas,
brillantes de felicidad,
portales anímicos de días que nunca agotarían su
caudal.
Y volvimos a empezar al día siguiente, gastando unas
pocas horas
de ese caudal que ya nunca se secaría, y en él vimos
discurrir
el alma de los dos, cruzando el portal,
envolviéndonos abrazados
en el mundo al que queríamos nacer, al caer el sol,
brillando tu hombro
con las perladas lágrimas de la corriente, conmovida
por nuestra paz.
![]() |
pintura de Vincent Willem van Gogh |
Empezamos al acabar el día, como habíamos nacido
ayer,
mirándonos a los ojos, y más allá, descalzos sobre
una alfombra tersa,
Luna y Sol entrelazados, dos astros calzados en una
sola alma,
coleccionistas de horas inagotables de
felicidad.
Autor y Copyright: © Ricardo José Gómez Tovar
viernes, 9 de enero de 2015
Thank you, Mr. Taylor
Hace aproximadamente diez años, tuve la oportunidad
de escribir una carta a Rod Taylor en la que le comentaba los aspectos que más
admiraba de su interpretación en algunas de sus películas. Para mi sorpresa, y
sin que yo lo solicitara (nunca he sido perseguidor ni coleccionista de
autógrafos de ninguna clase), el simpático actor australiano me remitió un par
de fotografías dedicadas que aún conservo con cariño en uno de los álbumes de
casa. Este entrañable intérprete que acaba de dejarnos es un rostro familiar
para quienes disfrutamos como niños, y desde que éramos niños, viendo películas
producidas en la Edad Dorada del cine. Al igual que otros actores de la época, Mr.
Taylor siempre será para nosotros un miembro más de la familia, ese tío,
hermano o primo de celuloide al que visitamos frecuentemente o que se deja caer
por nuestro salón con cada visionado. El “tío Rod” se ha ido justo cuando
estaba a punto de cumplir 85 años, pero deja a sus espaldas un maravilloso
legado a través de un ramillete de películas inolvidables. El Taylor que llegó a
Hollywood desde las Antípodas coincidió con la Taylor de los ojos violeta en
dos de sus primeras películas: Gigante
y El árbol de la vida, espectaculares
sagas familiares donde la presencia cinematográfica de Rod, aunque en cometidos
de secundario, ya se dejaba notar. Su naturalidad ante las cámaras no pasó
desapercibida a los cazatalentos de la MGM, que le pusieron gafas para la
ocasión y le hicieron figurar como novio de Debbie Reynolds en El banquete de bodas (1956), le sentaron
a una de las mesas separadas de la
película homónima de Daniel Mann o le animaron a jugar a la alta comedia con
David Niven y Shirley MacLaine en Todas
las mujeres quieren casarse (Ask any
girl, 1957).
Pero la carrera de Rod probablemente habría tardado más en florecer
si George Pal no le hubiese brindado una oportunidad de oro como protagonista absoluto
de la adaptación de la novela de H.G. Wells La
máquina del tiempo, que en España se tituló El tiempo en sus manos (The
Time Machine, 1960), en una recreación que pasaría a la historia por su
encanto intemporal. Después de rescatar a la rubia Yvette Mimieux de las garras
de los Morlocks, nuestro homenajeado encarnaría papeles de muy diferente índole
a lo largo de la década de los 60, aunque siempre en su vena habitual alejada
de todo divismo: el abogado Mitch Brenner de Los pájaros, su película más célebre, donde se enfrentaba a una inquietante
invasión alada junto a Tippi Hedren; el dramaturgo irlandés Sean O’Casey en El soñador rebelde (Young Cassidy, 1964), a las órdenes de John Ford y Jack Cardiff; el
policía australiano que debe proteger al alto comisionado de su país en el Swinging
London de Nadie huye eternamente (Nobody runs forever, 1967); el coronel
de una base militar estadounidense que debe soportar el perfeccionismo
neurótico de su superior, interpretado por Rock Hudson, en Nido de águilas (A gathering
of eagles, 1963); o el piloto de aerolínea preocupado por dejar al mundo
algo digno de valor antes de que su avión se estrelle en circunstancias misteriosas
en Los pasos del destino (Fate is the hunter, 1963). Entre medias,
Taylor pasó un “domingo en Nueva York” de la mano de Jane Fonda, fue el asesino
a sueldo incapaz de El liquidador,
comedia negra donde le secundaba Trevor Howard, y ejerció como científico encargado
de supervisar el “proyecto Venus” en Una
sirena sospechosa (The glass bottomed
boat, 1966), divertidísima parodia de la Guerra Fría a cargo de Frank
Tashlin donde tenía como pareja a Doris Day, con quien ya había compartido
cartel en la comedia sofisticada Por
favor, no molesten (Do not disturb,
1965); como pistolero solitario en Chuka,
un western de atmósfera claustrofóbica que giraba en torno al asedio de un
fuerte comandado por el británico John Mills; y como convincente director de un
vetusto hotel de Nueva Orleans en la poco apreciada Intriga en el gran hotel, dirigida por Richard Quine en 1967. La
televisión también tentó a nuestro hombre de Sidney, quien protagonizó la serie
de aventuras Hong Kong en 1960, en la
que interpretaba a un corresponsal, y también apareció como actor invitado en
otras muchas series de la década. Por si esto fuera poco, hasta se atrevió a
ponerle voz a un personaje de dibujos animados, el perro Pongo, en la producción Disney 101
dálmatas.
A pesar de los titulares que así lo anuncian con tan
poco tacto, tengo la impresión de que Rod Taylor no se ha marchado, sino que
simplemente se ha subido a su máquina del tiempo y, aprovechando que el cielo
se ha abierto, como rezaba el título del episodio que interpretó en 1959 para
la serie En los límites de la realidad
(The Twilight Zone, dirigida por otro
Rod, en este caso Serling), se ha dado un paseo hasta el futuro remoto para
comprobar que, afortunadamente para todos nosotros, los pájaros nunca han sido ni
serán jamás como los pintó la turbia mente de Hitchcock. O tal vez, parafraseando
el título de una de las películas en las que intervino a finales de los años 60,
tan solo ha decidido tomar el último tren
a Katanga.
Sea como sea, buen viaje hacia ese Olimpo al que pertenece por derecho propio y hasta siempre, Mr. Taylor…
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