
Georges, que había sido locutor en una emisora de radio de su Bamako natal, aunque nadie de los que pasaban como una exhalación ante su puesto hubiera dado un duro por ello, sabía que aquellas no eran sino horas robadas, sustraídas a su gran y secreta ilusión de llegar a trabajar en una de esas tiendas de discos “oldies” del centro, por el que callejeaba cuando no tenía nada más que hacer.
Un primer cliente se detuvo frente a él, autoritario, convencido de que su petición no sería satisfecha: -¿tienes algo de Cream?…no, déjalo…vengo otro día, ¿vale? -.
Un segundo cliente se acercó, titubeante, balbuceando título y autor: -…buscaba… algún instrumental…de…rock sinfónico…¿te suena?-.
Un primer cliente se detuvo frente a él, autoritario, convencido de que su petición no sería satisfecha: -¿tienes algo de Cream?…no, déjalo…vengo otro día, ¿vale? -.
Un segundo cliente se acercó, titubeante, balbuceando título y autor: -…buscaba… algún instrumental…de…rock sinfónico…¿te suena?-.
A Georges, que era todo un experto en música de los años 60 y 70, le gustaba pensar que en algún momento se encontraría frente a frente con su futuro, que alguien se pararía un instante delante de su mercancía y le pediría una rareza, un título que le pondría a prueba. Cuando ese momento llegue, se decía Georges, estaré preparado. No sé qué aspecto tienes, no he escuchado nunca tu voz ni he pisado jamás tu tienda, se dijo, pero cuando me preguntes por ese disco que sólo tú crees conocer, no te defraudaré. Georges Endouga se quitó las gafas de sol y dejó que sus ojos descubrieran la luz subterránea. Un nuevo tren llegó, y una oleada humana se apeó de sus entrañas.
Este relato fue finalista en el certamen de relato hiperbreve “Todos somos diferentes” de la Fundación de Derechos Civiles, 2003.