El Coloso de Cinecittà me miraba con su aire de
vieja gloria cada vez que surcaba el umbral de los estudios cinematográficos de
la Ciudad Eterna. Yo era consciente de que sus conocimientos de cine eran muy
superiores a los míos, artífice de ínfimas producciones que jamás pasarían a la
posteridad, ni tampoco podía olvidar que había presidido con su letárgica
grandeza el rodaje de Ben Hur y
escuchado las palabras “¡Acción!” y “¡Corten!” pronunciadas por nombres míticos
del Séptimo Arte. Probablemente por esa razón, tan pronto como obtuve mi primer
sueldo de operador de cámara, decidí rodar un cortometraje de gladiadores con
un presupuesto ridículo otorgándole todo protagonismo. Ciertamente, el Coloso
no poseía el deslumbrante glamour de aquel gladiador de origen tracio, el
Espartaco de pelo engominado y perfil granítico hollywoodiense que se había
paseado con aire triunfal por aquellos lares, pero parecía emanar una serenidad
universal de su estoico semblante. Yo quería demostrar en mi experimento con
celuloide que aquella representación pétrea de gladiador valía tanto o más que
los Mesala de imponentes carros y atlética presencia, aunque careciese de un
rostro fotogénico y una voz propia. A decir verdad, ni siquiera se le había
dado la oportunidad de hacer las veces de Coloso de Rodas en cualquier peplum, tal era el olvido de que había
sido objeto. Recordando su inmensa presencia en las anchuras del Cinemascope, fui
dando la orden de conectar los focos y maquillar ligeramente sus rasgos de arcilla
para que estos resaltaran en vibrante technicolor. Charlton y Kirk abandonaron
la platea al unísono cuando descubrieron lo que me proponía hacer con su
competidor mudo. A través del megáfono les grité: “¿Quo vadis?”, pero no recibí
contestación alguna por su parte. A falta de un Julio César o un Marco Antonio
que impusieran el derecho romano en aquel circo, no tardaron en seguir el
camino de Heston y Douglas los cientos de extras vociferantes que abarrotaban
las gradas. En la arena yacían intactos los atributos de los gladiadores de
Capua que habían tomado las de Villadiego, dejando entrever en el dorso de una
red volcada sobre un casco de falso bronce el logotipo de la MGM. La cámara fue
describiendo entonces una panorámica del anfiteatro vacío hasta descender en
suave picado sobre el Coloso, que no había cambiado ni un ápice de posición al
constatar el éxodo del que podría haber sido su amado público. “La suerte está
echada”, sentenció el director de fotografía (es decir, yo mismo), al medir la
iluminación de la escena. Ahora solo me restaba encender la antorcha que
sostenía la descomunal estatua. Mientras ardía por los tiempos pasados, aguantó
un primerísimo primer plano.