Admitámoslo. Parece el código cifrado de una de las
misiones en las que intervino Robert Vaughn en la serie “El agente de la
CIPOL”. El “espía” que nació el día 22 del mes 11 del año 1932 ha fallecido el día
11 del mes 11 del año 2016, exactamente 11 días antes del que hubiera sido su 84
cumpleaños. Ahora será su compañero, el ruso Ilya Kuriakin (interpretado por el
actor escocés David McCallum, a quien todos recordamos como uno de los
prisioneros ingleses fugados en La gran
evasión), quien tendrá que llevar el peso de todas las operaciones de la
UNCLE o CIPOL (Comisión Internacional para la Observación de la Ley), como se
conocía a esta organización en los países de habla hispana. Menuda faena nos ha
hecho Napoleón Solo. Un héroe menos para salvar al mundo. Cómo si sobrasen tales
personajes en los tiempos que corren. Robert Vaughn saltó a la fama con esta
entretenida serie de espionaje internacional que recorrió todo el planeta en
B/N y tecnicolor entre 1964 y 1968, y en la que él y su homólogo ruso, con el
apoyo de atractivas mujeres de paisano, hacían todo lo posible menos
despeinarse para derrocar los malvados planes con los que aviesos megalómanos de
la organización THRUSH (prima hermana de la SPECTRA bondiana) pretendían extorsionar
a sus semejantes.
Pero Vaughn no siempre fue un espía vestido de forma
irreprochable y capaz de salir de las situaciones más desesperadas con buen
humor y galantería. Allá por la Edad de Piedra, a finales de los años 50
cinematográficos, ya hizo sus pinitos como troglodita engominado en Yo fui un cavernícola adolescente para
el director Roger Corman, especialista en hacer malabarismos con presupuestos
irrisorios. Un pecadillo de juventud que no empañó su carrera cinematográfica
más seria, y que el actor recordaba con su buen humor característico como la
época “en la que inventé el arco y la flecha”. Al año siguiente, ofreció una
creación conmovedora como el alcoholizado joven de la alta sociedad de
Filadelfia abocado a un final trágico en La
ciudad contra mí (The Young
Philadelphians), acompañado de Paul Newman y Barbara Rush. También se paseó
brevemente por los escenarios polvorientos del western para evitar ser ahorcado en Un buen día para una ejecución (1958) y, sobre todo, para unirse al
mítico grupo de Los siete magníficos
junto a otros grandes del Séptimo Arte en 1960. Su composición de Lee, el
pistolero de chaleco gris, pajarita y guantes negros a quien le atormentan las
pesadillas, fue tan memorable como la de los otros Seis Magníficos, pero Vaughn
no parecía haber nacido para deambular por el Lejano Oeste llevando un revólver
al cinto, sino que su presencia refinada y algo inquietante se adaptaba más al
hábitat contemporáneo.
Y es que Robert Vaughn se movía como pez en el agua
en los ambientes sofisticados, aquellos escenarios cosmopolitas que le sentaban
tan bien en The Man from UNCLE y que
volvió a retomar en otra de las grandes series televisivas que protagonizó en
la década posterior: Los protectores.
Este clásico de la pequeña pantalla, producido por Gerry Anderson para la distribuidora
británica ITC, se emitió desde 1972 hasta 1974, y en ella Vaughn encarnaba a
Harry Rule, director de una organización formada por tres agentes (uno de los
cuales era una condesa italiana) que combatían el crimen desde su cuartel
general de Londres. La capital del Reino Unido sería la segunda patria del
intérprete durante casi 3 años, y a ella se adaptó con una facilidad que tal
vez se explique por ese estilo impecable de gentleman
yanqui que proyectó en tantas películas y por su cercanía a los teatros isabelinos
que vieron representar por vez primera la obra de William Shakespeare,
verdadera debilidad de Robert desde su juventud. El actor tuvo oportunidad de
aparecer en una adaptación shakespeariana rodada en los estudios de la MGM en
Borehamwood, El asesinato de Julio César
(1970), a las órdenes de Stuart Burge, donde encarnaba a un barbudo Casca, pero
el film no estuvo a la altura de otras versiones del Bardo de Stratford-upon-Avon.
Sea cual fuese el género que visitara, Vaughn
siempre dejó en el público la impronta de un actor meditativo y con cierto aire
intelectual. ¿Quién habría pensado que el espía neoyorquino suspirase por
declamar el monólogo de Hamlet
mientras actuaba en estas series tan veneradas en la actualidad? Pero lejos de
ser un snob, el dandy Vaughn disfrutaba del calor de sus admiradores e incluso
se permitía hacer algún cameo gracioso, como el del fotógrafo italiano de Si hoy es martes, esto es Bélgica (1969)
o el de Napoleón Solo en la comedia de espías Una sirena sospechosa (1966).
Una peculiaridad de Vaughn es su pasmosa facilidad
para resultar convincente en “papeles con dotes de mando” (mi hermano y yo
siempre hemos bromeado con esto último. Si hay que ponerle cara a un jefe de lo que sea, es mucho más fácil
imaginarlo con los rasgos de Robert Vaughn, es decir, de alguien a quien uno se
ha acostumbrado a ver mandar con naturalidad en el celuloide). Prueba de ello
son sus hábiles composiciones del corrupto político Chalmers que le pone las
cosas difíciles a Steve McQueen en Bullitt,
el senador irresponsable de El coloso en
llamas o el comandante alemán y el coronel norteamericano, respectivamente,
de dos conocidas películas bélicas, El
puente de Remagen y Objetivo Patton.
El porte algo autoritario de Vaughn y su aspecto de mandamás distinguido habrían
desentonado indudablemente en papeles de subalterno. Sus personajes apuntaban
cada vez más hacia las altas esferas al tiempo que hacía amistad con figuras históricas
de su tiempo como Robert Kennedy. De hecho, a principios de los ochenta
interpretó (como no podía ser de otra manera) al presidente norteamericano Franklin
Delano Rooselvet en la obra de teatro televisiva FDR, que le valió excelentes críticas. En lo personal, a Vaughn siempre
le interesó la política y fue un acérrimo defensor de los derechos civiles, llegando
a pronunciar discursos en contra de la guerra de Vietnam y manteniendo una
afinidad a los círculos demócratas de por vida.
Como escribía en su imprescindible autobiografía, A fortunate life, publicada en 2009, Vaughn
vivió una vida afortunada y apenas se arrepintió de no haber materializado
algunos proyectos. Al elegante espía de la CIPOL le hubiera gustado interpretar
a Cyrano, a Ricardo III, al profesor Henry Higgins y a algún otro personaje del
repertorio más clásico, e incluso confesaba que no le hubiera disgustado
aprender a cantar, pero el destino decidió llevarle por otros derroteros y
convertirlo en icono de las series de espionaje más cool de los 60 y 70. El agente secreto que tan bien nos supo
proteger durante tantas temporadas en las 625 líneas de nuestros viejos
televisores ha dejado de existir. Napoleón Solo ya ha conocido al otro
Napoleón, el más bajito y con acento francés. Esperemos que ahí arriba, donde hace
tiempo que cabalgan los otros Magníficos del Espacio, le dejen mandar un poco
de vez en cuando. Hablamos de Robert Vaughn, señores. Quien tuvo, retuvo.