LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

viernes, 11 de diciembre de 2015

CIEN AÑOS PASAN CANTANDO


Ya ha pasado un siglo. Y parece que fue ayer cuando empecé a arrullar al mundo con mi portentosa voz. No es que me queje. La verdad es que el clima de estas latitudes es mucho más suave que el de la fría Hoboken que me vio nacer. Muchas veces incluso me parece estar en el sur de California. De hecho, desde aquí puedo distinguir las letras que adornan las colinas de Hollywood. Y esas otras de allí deben de ser las luces de neón de Times Square. Modestia aparte, seguro que brillan con tanta intensidad por mí. Lo que más echo de menos aquí arriba, aparte de a mi querida Ava Gardner, con la que tan acaloradamente discutí en la tierra, es jugar al póker con mis viejos compañeros del Rat Pack. ¿Dónde estáis, Dean, Sammy, Peter y compañía? Seguro que os habéis escondido detrás de alguna nube para darme una fiesta sorpresa de centenario, ¡panda de granujas!


Cien años. ¡Uf! Se dice pronto. Tantos como Bob Hope, solo que él los cumplió ahí abajo. Hablando de cine, haría lo que fuera por volver a rodar una de aquellas películas en las que solo tenía que ser yo mismo para encandilar al público. Detective de Florida, escritor desmotivado, jugador empedernido, hombre del brazo de oro, gángster que juega a ser Robin Hood, millonario de ilusiones, marinero deslumbrado por Nueva York. Hasta toqué el piano en “La vuelta al mundo en ochenta días”. En aquellos buenos tiempos, la cámara estaba loca por mí, y yo no sabía resistirme. A la orden de “¡Acción!”, tuve en mis brazos a Kim, Rita, Gina, Shirley, Natalie y tantas otras guapísimas actrices, a las que amé por turno, en blanco y negro o tecnicolor. Ese era el encanto del “viejo ojos de lavanda”, aunque no faltaron quienes preferían llamarme “el Presidente” o “La Voz”. Bueno, supongo que no dejé indiferente a nadie. Orgullo y pasión ante todo, ya que no nací en la alta sociedad. Ellos y ellas se enamoraron al compás de mi voz, aunque mi vida discurriese como un torrente. No pude evitar ser un gallardo y calavera, y creo que lo seguiré siendo de aquí a la eternidad.


Esta noche voy a sacar del baúl algunas de las viejas partituras que escribieron para mí Nelson Riddle y Billy May, que en gloria estén. Me parece que el planeta que veo agitarse ahí abajo vuelve a necesitar una buena ración de la música más romántica y esperanzada que se le pueda ofrecer, y un servidor vino al mundo expresamente para eso. Queridos extraños en la noche que añoráis el glamour de los jóvenes de corazón: venid a volar conmigo, aunque no seamos más que tres sargentos o una cuadrilla de los once, porque yo os llevaré a la luna reverdeciendo las hojas muertas, pero antes descansaremos un rato en ese hotelito que alberga un pozo de los deseos, visitaremos a la chica de Ipanema y al viejo río Misisipi, en los días de vino y rosas y mecidos por el viento de verano, hasta que aprendamos el blues bien entrada la madrugada, cuando haya cerrado sus puertas el Can-Can, y las campanadas de Navidad nos recuerden que ya oímos la canción de septiembre, y que lo hicimos a nuestra manera. Dadme solo cinco minutos más, y os prepararé una copa para vuestra chica y otra para el camino que hay que seguir siempre hasta el final. La vida es así, lo queramos o no, pero os adelanto que lo mejor está por venir y que tengáis los ojos bien abiertos porque, ¿sabéis una cosa? A veces llueven centavos del cielo.



P.D: Hacedme caso, y nunca tengáis miedo de decir algo estúpido, como por ejemplo, “Te quiero”. Aquí arriba lo dicen a todas horas…
 


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