El castillo se asomó a nuestro campo de visión tras
dejar atrás el último tramo de la irregular carretera comarcal. No había placa
alguna que así lo conmemorase, pero yo sabía con certeza que allí había morado
el rey Arturo, un monarca de celuloide que lucía los rasgos inconfundibles del
actor irlandés Richard Harris. Casi medio siglo antes, en 1967, la localidad de
Coca, a la que acabábamos de llegar en coche desde otro municipio dominado por
un castillo de ladrillo mudéjar -la noble villa de Arévalo- se vio agradablemente
sorprendida por el desembarco en sus lindes de un aparatoso equipo de
producción cinematográfica procedente del mítico Hollywood y capitaneado por el
director Joshua Logan. Años atrás, Logan nos había hecho tararear pegadizas
melodías de Rodgers y Hammerstein en el musical South Pacific, y ahora volvía a la carga con las letras de Alan Jay
Lerner y la música de Frederick Loewe en este esplendoroso musical que glosaba en
clave hippie los amoríos y desencuentros entre el rey Arturo, la reina Ginebra
y el caballero Lanzarote del Lago. Cuando me encontré frente al castillo de
Coca, las canciones de aquel Camelot tecnicoloreado de ilusión cobraron nueva
forma en mi garganta: The Lusty Month of
May, I Wonder What the King is Doing Tonight, I Loved You Once in Silence, What
Do The Simple Folk Do?
En torno al bello municipio cincelado en plena
Tierra de Campos, en cada confín de la que fue la Cauca de la Antigua Roma, aún resonaban los ecos de uno de mis
musicales favoritos, de mi recreación cinematográfica preferida del mito
artúrico, de las voces de Richard Harris, Vanessa Redgrave y Franco Nero,
actores inolvidables que tuvieron la inmensa suerte de encontrarse por estos
parajes en el bendito año de 1967.
Mientras tanto, yo no cesaba de fotografiar, al más
puro estilo del amor cortés, a mi queridísima María José, la mujer de ojos siempre
risueños que me acompañaba en aquel viaje. Juntos rodeamos el rojizo recinto de
nuestro castillo castellano de fantasía, acaso buscando hallar algún vestigio
de la Tabla Redonda en aquel Camelot segoviano perdido en el tiempo, y mientras
contemplábamos con estupor estival los pinares mecidos por un súbito viento de otoño,
las campanas empezaron a repicar con el fragor medieval que hasta entonces sólo
dormitaba en ellas. Cuando el concierto terminó, María José señaló al cielo,
todo él ajedrezado ya en nubes de formas irrepetibles, y los dos nos
convencimos al unísono de que el mago Merlín acababa de explicarle a un Arturo todavía
niño, en aquella extensa pizarra sobre la que se cernían inminentes nubarrones,
la posición exacta de Sirio, esa brillante estrella a la que el futuro soberano
posteriormente daría el nombre de “mi reina Ginebra”.
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