1.
Podíamos
ver las olas rompiendo apaciblemente contra la playa mientras ágiles sombras de
gaviotas planeaban con elegancia sobre las arenas desiertas. Ninguno de los dos
quería perderse aquella escena, a pesar de que la bebida ya se había agotado.
–Voy
por repuestos –anuncié, según me levantaba de la silla y cruzaba el umbral de
la terraza para descorchar otra botella de Lambrusco. En un ángulo del espejo
de la habitación aún saltaba a la vista la romántica frase escrita con lápiz de
labios horas antes. “Las cosas que podemos hacer cuando vamos a un hotel”,
musité con gesto divertido. Fuera ya empezaba a oscurecer y las gaviotas que
antes volaban ahora deambulaban por la dorada arena en busca de comida o de un
lugar donde dormir.
–¿Sabes
que la playa es el hotel de las gaviotas? –dijo Sofía–. Lo leí no sé dónde. Dicen
que también duermen en los tejados y en los barcos anclados en el puerto.
–No
se me había ocurrido. Brindemos por ellas.
Las
copas se entrechocaron y ambos bebimos el néctar rosado. Sólo nos quedaban unas
horas para seguir respirando aquella brisa marina que inundaba la terraza. Mientras
nos poníamos a bailar en la penumbra, dejándonos llevar por las hermosas sensaciones
que nos embriagaban, escuchamos un ruido a nuestras espaldas.
–¡Vaya,
ésta sí que es buena! –exclamó Sofía riendo.
Yo
me volví para averiguar qué le hacía tanta gracia y descubrí a una gaviota más
grisácea que blanca mirándonos con curiosidad desde la barandilla. En cuanto
nos hubo examinado, dio un saltito hasta la mesa y empezó a picotear
graciosamente las migas de pan y los restos de patatas fritas que yacían
intactos.
–¡En
las terrazas! –exclamó Sofía con el tono emocionado de quien se acuerda
repentinamente de algo–. Ese artículo también decía que hay gente que se las
ha encontrado durmiendo en su terraza…
–¿Y
ahora qué hacemos? –añadí perplejo–. Porque no parece tener mucha prisa por
irse.
En
efecto, tras dar buena cuenta de todos los restos de comida que había sobre la
mesa, la gaviota pasó a acomodarse en una de las sillas, la que tenía un cojín.
Desde allí, siguió mirándonos con expresión curiosa y cada vez más soñolienta.
2.
Antes
de dejar libre la habitación, nos despedimos de ella. Seguía durmiendo como una
bendita sobre el confortable cojín. Sofía le dejó algo de agua en un plato de
plástico y, debajo de éste, una nota que decía “No molestar”.
¡Qué ternura! Los peludos y alados ;) siempre se arriman a las ascuas de l'amour ;)))
ResponderEliminarUn besazo, Ricardo.
¡Muchas gracias, Mar-Cuentacuentos!
EliminarHasta la gaviota de la foto se ha puesto más contenta al leer tu comentario. Otro beso para ti.