Estaban
todos allí arriba cuando subí. El señor Jordan me recibió vestido con impecable
traje oscuro al salir del avión y me acompañó hasta mi nube, que compartía
esponjosas paredes con Fred Astaire y Ginger Rogers. Tras escuchar un hipnótico
zapateado a mis espaldas, me encontré de súbito frente a Gene Kelly, sonriendo
como los ángeles mientras cantaba I’m
singin’ up a cloud. Hice ademán de ofrecerle mi paraguas, pero me di cuenta
de que ya no lo llevaba colgado del brazo y de que tampoco llovía en aquellas
latitudes. “Error de principiante”, oí que alguien susurraba. La pareja de
bailarines que serían mis vecinos para toda la eternidad salió de su celestial
camerino y se marcó un armonioso pas a
deux, elegantes como dioses del Olimpo. Siguiéndoles con la mirada, avancé unos
pasos hacia Ginger para pedirle el siguiente baile, pero Clarence, ángel de
segunda clase, me sugirió al oído que probara suerte con la campechana Betty
Grable, que era más de mi estilo. Aquellas piernas aseguradas en un millón de
dólares en la tierra resultaron ser tan algodonosas como todo lo demás en el
cielo. Juntos abandonamos bailando los platós de la Fox para adentrarnos en los
coloridos decorados de la Metro sin mostrar nuestro obligado pase al vigilante.
Dos calles más allá, al otro lado del arco iris de Oz, resplandecía el decorado
de Brigadoon, donde Cyd Charisse aún no
se atrevía a franquear el puente que demarcaba el límite de la localidad. La
risa escéptica de Van Johnson, amotinado sin causa en semejante paraíso, me
animó a cruzar y eché a correr por el brezal en busca de Cyd, que suspiraba
porque otro viajero danzarín volviera a perderse en aquellas tierras. Sólo
entonces descubrí que la mágica bruma se había vuelto a levantar, y que ya no podría
regresar jamás a mi hábitat celeste. Siempre había creído que sólo los ángeles tenían
alas, pero una sensación vertiginosa me invadió mientras mi cuerpo empezaba a
elevarse en el aire hasta que el pueblecito escocés de cuento no constituyó más
que un lejano punto en la distancia. El mareo desapareció al comprobar que,
detrás de una nube familiar, un gramófono sin fluido eléctrico hacía sonar Heaven, I’m in heaven hasta el infinito.
Ginger
y Fred aún seguían bailando al compás de Cheek
to cheek cuando los tres marineros de permiso, el profesor Higgins y su
bella dama, el americano en París, las siete novias y los siete hermanos, el
rey de Siam, etcétera, etcétera, etcétera, me invitaron a formar un corro con
ellos.
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