El foco sujeto a una farola de la Calle 42 iluminó
al teniente del Séptimo de Caballería mientras cortejaba a la hija del coronel
en Fort Bravo. Desde el plató contiguo, un bigotudo general arengaba en primer
plano a sus tropas a sacrificarse por la patria. 100 indios atacaron los carros
en círculo tras los cuales se parapetaban 50 vaqueros de espaldas a las
trincheras de Verdún. Los cantos de guerra Sioux se mezclaron con los acordes
de Gershwin en el musical que saturaba de colores la lente de la cámara vecina.
El bailarín con traje a rayas se desdobló en una gallarda figura de uniforme
azul y su cabello engominado rivalizó en brillo con la estrella de latón que antaño
adornaba su camisa de sheriff. Un sedán negro surcó la mojada calle de la
ciudad oscurecida y entabló un estruendoso duelo de fuego con otro automóvil,
todavía con manchas de tarta en su tapicería. Seis siglos antes, a unos metros
de distancia, el Caballero Negro descabalgaba de un lanzazo a su enmascarado
oponente en el torneo. Con su ímpetu de celuloide, la flecha eterna de Robin
Hood apagó la luz del foco. Sorprendida, la pantalla resplandeció como cien
soles.
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