LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

martes, 22 de noviembre de 2011

A propósito del tiempo, nacer, cumplir años

Quería compartir el contenido de la traducción de estas frases tan significativas. Pequeños momentos para una pausa, para la reflexión, otros espacios-tiempo.


“Un diplomático es un hombre que siempre se acuerda del cumpleaños de una mujer pero que nunca recuerda la edad de ésta”. - Robert Frost

“Cuando el primer bebé se rió por primera vez, su risa se rompió en mil pedazos y todos ellos se fueron brincando por ahí, y ese fue el comienzo de las hadas”. - James M. Barrie

“A veces me parece estar viviendo mi vida hacia atrás, y que según me acerque a la vejez, empezará mi verdadera juventud. Mi alma nació cubierta de arrugas –arrugas que mis antepasados y padres pusieron allí con mucha asiduidad y que me costó un gran esfuerzo quitar”. - Andre Gide

“Mi corazón es como un pájaro que canta...
Porque el cumpleaños de mi vida ha llegado,
me ha llegado el amor”. - Christine Rossetti

viernes, 11 de noviembre de 2011

¿Y qué fue de Rocinante?

Un Hamlet le dijo a un Don Quijote: “La unión hace la fuerza”. Pero Macbeth, aliado con Otelo, les susurró: “Divide y vencerás”. Y cada cual siguió su camino por separado. En distintas encrucijadas Fausto les propuso la inmortalidad, pero un bombero de Farenheit 451 apareció y lo quemó. Entonces Don Quijote empezó a dudar de sus lecturas ...de caballerías y Hamlet empezó a ver gigantes donde sólo había molinos. Los desvaríos de Alonso Quijano equilibraron a Ofelia, que ya no se sintió tan frágil ni trastornada, y cuando Hamlet, a quien el quijotismo había curado de su melancolía aguda, contempló a Dulcinea, pensó que no todo estaba podrido en Dinamarca y la hizo princesa de Elsingor. Lo malo es que Sancho Panza se quedó sin trabajo, empezó a recitar soliloquios existenciales y perdió el apetito.
Rocinante, enchufado por Babieca, pasó a ser figurante en el Cantar de Mío Cid.



Este relato fue finalista en el Segundo Concurso de Microrrelatos "Factoría FNAC", 2009.

El tupé de mi profesor

En la clase en la que yo estaba, todos sabían que el profesor de Literatura Inglesa llevaba bisoñé. Nadie podía precisar a ciencia cierta cuándo había empezado a usarlo, pero algunos compañeros de cursos superiores con los que solíamos jugar al billar los viernes por la tarde afirmaban que, cuando a ellos les dio clase, dos o tres años antes, la calva ya empezaba a relucirle por una buena porción de su cabeza. Realmente a nadie podía importarle mucho el que el Sr. Leland, de cuarenta y tantos años y soltero empedernido, cubriese o no su calvicie con un postizo. Y menos a unos chavales de 14 años que tenían muchas otras cosas más apremiantes en las que ocuparse, crecer sin ir más lejos. A mí personalmente me traía sin cuidado. Ahí tenías al bueno de Telly Savalas, haciendo gala de ella sin complejos, con aquellos abrigos tan elegantemente cortados y esa ironía y desparpajo disueltos en cada frase que soltaba al personal.

Para mí, nacido en los 60 y adolescente en la segunda mitad de los 70, Savalas-Kojak era un tío guay o, como diría el Sr. Leland, un referente perfectamente válido. Ésta era la clase de expresiones que solía emplear cuando nos explicaba las lecciones. Si, por ejemplo, quería decirnos que un poema de Coleridge podía ser tan moderno hoy como cuando fue escrito, en el siglo que fuera, el Sr. Leland nos decía que “Coleridge era un referente válido”. También nos explicaba otras muchas cosas, como métrica y tema principal del poema, e incluso a veces pedía que alguno de nosotros saliera a leer en voz alta, lo que todos detestábamos, ya que los demás aprovechaban la ocasión para reírse de ti, comentar entre ellos lo mal que lo hacías y gritarte: ¡No se oye! ¡Más alto!


Ese era el tipo de clase en la que se suponía que tenía que formarme a la delicada edad de 14 años, entre compañeros que rivalizarían encarnizadamente en una competición de “a ver quién es el más cafre, cretino y analfabeto”, en una década, la de los 70, que todos se empeñarían posteriormente en recordar como la de las greñas, los pantalones de campana, la música disco, las moquetas verdes y los papeles pintados, olvidándose de cualquier otro elemento sociocultural que hubiese convivido con los ya citados.
Porque yo me pregunto: ¿es que no había calvos en los 70? ¿nadie tenía entradas pronunciadas en esa época? ¿vestían todos con ropa amplia y hortera? ¿a nadie le gustaban las paredes blancas y desnudas? A menudo me hago estas y otras muchas preguntas, pero no encuentro respuestas originales por parte de amigos o conocidos que vivieron aquellos años. Seguro que el Sr. Leland me hubiera respondido algo distinto. ¿Qué habrá sido de él? ¿Seguirá explicando sus poemas a un público que no le merece?
Ojalá no haya cambiado mucho.


Andaba yo dando un garbeo por el centro comercial, cuando oí que alguien me llamaba por mi nombre. No me suele hacer mucha gracia que la gente me reconozca en un lugar público y concurrido, así que intenté hacerme el sueco y seguir viendo escaparates de tiendas, como si nada. Cuando estaba absorto contemplando una mesa de billar que bien pudiera haber ocupado la tercera parte de mi habitación, sentí que me tocaban el hombro. En el cristal de la tienda vi reflejado a un tío al que no reconocí. Desde luego su reflejo no me era nada familiar, como el de mi padre, mi hermano Graham o mi amigo Ralphy. Esperé que no fuera alguno de mis compañeros de clase. No tenía ninguna gana de sostener conversaciones monosilábicas tipo: “¿Qué haces? Aquí... Ya ves.. “ No, sinceramente ya tenía bastante con aguantarlos una buena parte del día como para sufrirlos también allí.

Al darme la vuelta, me encontré frente al Sr. Leland, mirándome divertidamente desde su metro ochenta. Yo ando por el metro setenta, y aunque no estoy entre los altos de la clase, tampoco soy de los bajitos. Siempre me resultaba un poco incómodo hablar con tíos más altos que yo. Mi madre decía que era por no sé qué de las vértebras del cuello, que me provocaban sensación de mareo. Supongo que tenía razón, aunque cada vez que se lo oía decir, me hacía sentir diez años más viejo por lo menos.
“Veo que te gusta el billar, Walsh”, dijo, y luego añadió. “¿Sabes que a un rey de Francia se lo recomendaron los médicos para que le facilitaran las digestiones?” El Sr. Leland siempre hacía ese tipo de comentarios. Hablaba de una manera complicada, con palabras y expresiones cultas o difíciles de entender a la primera. Casi toda la clase pensaba que era un pedante y un pelmazo, pero a mí me parecía un tío bastante original. Sentía cierta admiración por él, ya que pensaba que había que tener valor para expresarse de manera distinta a como lo hacían los demás. El Sr. Leland no tenía aspecto de tipo duro, ni vestía a la moda, ni llevaba el pelo largo y con greñas, como otros profesores más jóvenes del instituto, pero en su peculiarísimo estilo conseguía imponer un cierto respeto en clase. Incluso a los que pretendían burlarse de él. Recuerdo especialmente aquella vez en que Pinky, uno de los gansos de la clase, le preguntó al Sr. Leland lo que significaba la palabra “bisoño”, que según él había aparecido en un libro que se estaba leyendo. Dudo mucho de que, en su tiempo libre, aquel individuo leyera algo más que los textos obligatorios del curso, pero había que reconocer que, en su avieso afán de poner en un aprieto al profesor, se lo había currado bastante. La clase entera no perdía ojo de la cara del Sr. Leland, atenta a cualquier signo de rubor en ella o a cualquier inflexión de embarazo en su voz. Yo me imaginaba cómo se lo hubiera tomado Kojak, con su sorna característica: ¿Estás tratando de ponerme nervioso, baby?
Y luego se hubiera sacado tranquilamente una piruleta del bolsillo, para demostrar a aquel hatajo de mocosos maliciosos que, a él, cualquier alusión a su calvicie se la traía floja (“Todos nacemos calvos, baby”, habría añadido a modo de descolocante colofón).

Sin resultar tan “cool” como Savalas, la forma de reaccionar de Leland ante aquel ataque frontal contra su persona fue bastante egregia. Mirándole directamente a los ojos, y con una contundencia y sequedad inusitadas en él, le espetó al tontaina de Pinky:
“Bisoño es el novato, el inexperto, el principiante. Bisoño es el que no sabe nada. Por eso pregunta”.
Pinky se quedó cortadísimo. Yo pensaba: Venga, cobarde. Pregúntale ahora que significa bisoñé. ¿A que no te atreves? Y estoy seguro de que el resto de mis compañeros pensaban lo mismo, aunque pusieran cara de alelados sin expresión alguna. Ninguno hubiera querido reconocer el aplomo de Leland. Era demasiado inclasificable para ellos. Pero al menos los dejó mudos durante unos minutos. A ver si aprendéis, pensé para mí.
Leland guardó silencio durante diez largos y tensos minutos, a lo largo de los cuales no se oyó ni un murmullo. Cuando sonó la campana, puso término a la clase y abandonó el aula sin despedirse.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Hotel Natchez, en algún lugar de Massachusetts

La puerta se abrió de golpe, como empujada por fuertes hombros, y entró un desconocido en la habitación del hotel. Las manos le temblaban visiblemente, y en una de ellas brillaba el acero de un revólver de pequeño calibre. Sus ojos recordaban a los de un animal acosado y fueron a clavarse directamente en la ventana abierta. Una colilla de cigarrillo en el suelo, tan marchita como las paredes de la estancia, le advirtió de que alguien había estado allí. Pisadas de barro en la moqueta señalaban a la ventana y, al asomarse a ésta, percibió un perfume femenino que le era tan familiar como si lo hubiese destilado su propio organismo. Como suponía, la escalera de incendios refugiaba a la mujer que buscaba, aunque la lluvia, pertinaz y descarada, pugnaba por revelar su escondite a ojos inquisitivos.

-Todo ha acabado, Eileen –gritó el hombre con un torrente de voz que desmentía el temblor de sus manos–. Pyke no volverá nunca más a molestarnos.

Entonces se dejaron oír pasos en la escalera de incendios, titubeantes y casi enmudecidos, pero no en la dirección que el hombre había supuesto. Desde arriba, la silueta de una mujer enfundada en un abrigo negro podía vislumbrarse con dificultad tratando de bajar la escalera para alejarse del patio del hotel.

-Eileen, es inútil. Ya no es necesario huir. Todo ha acabado. Pyke no volverá a hacernos daño –volvió a repetir el hombre, que aún sostenía peligrosamente el revólver en su mano derecha.

Como Eileen no contestaba, el hombre decidió bajar también por la escalera de incendios. “Si la pierdo ahora”, se repetía obsesivamente, “no la volveré a ver jamás”. Guardó el revólver en el bolsillo de su gabardina y se encaramó al pasamanos, descendiendo todo lo rápido que su corpulencia le permitía. Grant Holger, pues así se llamaba, ni siquiera tuvo tiempo de llegar hasta el suelo. De una de las manos enguantadas de Eileen salió un fogonazo y Grant cayó sin vida sobre el pavimento mojado.
-Esto es por Pyke–. La lacónica frase pronunciada por Eileen quedó ahogada en una ráfaga de lluvia y viento, aunque es muy posible que fueran las últimas palabras que Grant Holger escuchó en este mundo.